lunes, 29 de abril de 2024

9. Razones para una ruta atípica

Les estoy escribiendo hoy desde el hotel Prima Jongno, un establecimiento bastante lujoso en el centro de Seúl, adonde llegué anteayer desde Estambul, en un vuelo de más de diez horas, lo que tal vez a más de uno de ustedes le haya hecho pensar que estoy quemando etapas a toda prisa para cumplir mi propósito de dar la vuelta al mundo en poco tiempo. Que ya sé que muchos de ustedes son un poco desconfiados. En estos días estoy tratando de conjurar el jet-lag inherente a un vuelo como ese, encima en sentido contrario a la rotación de la tierra, lo que siempre es peor en cuanto a sus efectos sobre el sueño y la salud en general. Lo cierto es que yo quería evitar estos desplazamientos tan largos, precisamente para soslayar las molestias que conllevan, pero no me ha sido posible, como les voy a explicar. Por eso, en un tiempo de cierto descoloque mental, creo que es buen momento para hacer un alto en el camino y reflexionar. Como ha hecho el presidente Sánchez.

Mi trayectoria hasta aquí ha sido inmejorable, las estancias en Bologna, Nápoles, Roma y Estambul han sido apasionantes y divertidas de vivir y de contar. Creo que este espíritu se plasma perfectamente en la foto y el vídeo que les voy a poner abajo. Les conté que, en Nápoles, Gianni Rondinella y yo nos reunimos con tres amigas suyas de Turín, llamadas Pina, Cristina y Paola, pero que no me habían mandado las fotos que nos hicimos juntos. Les mentí. Sí que me habían mandado esas fotos, lo que pasa es que con una de ellas habían hecho un vídeo muy divertido, que yo quería subir al blog, porque resume todo lo vivido en estos días. Yo había importado ese vídeo al ordenador y después el programa Blogger no me dejaba subirlo a mi blog. Me dejaba, pero de forma que ustedes no lo podrían abrir. Por fin lo he conseguido, con el truco de cargarlo directamente desde el teléfono. No tengo ni idea de cómo lo han hecho estas simpáticas chicas turinesas (que ahora siguen mi blog y hacen comentarios en italiano). Veánlo, porque es desternillante. Primero la foto y luego el vídeo que han perpetrado estas chicas.


Bien. Cuadrar el Tetris de este viaje ha sido una tarea complicada y, lo mismo que han salido a mi camino algunas sorpresas agradables (me reuní con mi amiga Cristina en Bologna, me he visto recorriendo Nápoles subido en el asiento trasero de la Vespa de Gianni, y he encontrado un alma gemela en Estambul), pues también me han asaltado sorpresas menos agradables, que me han obligado a suspender otras escalas previstas. Rememoremos. Todo esto empezó cuando yo todavía estaba trabajando, digamos en 2019. En el vértigo que te entra cuando crees que te vas a aburrir tras la jubilación, yo ideé este plan. Cuando me llegó la jubilación, estábamos en plena pandemia, pero, ya saliendo de ella, empecé a conectar con mis amigos en todas las ciudades, para salir a visitarlos en cuanto se pudiera.

Mi primer plan era ir por el norte de Europa: Francia, Holanda, Alemania, hasta llegar a San Petersburgo, en donde vive todavía (supongo) mi amiga Svetlana. Desde allí, pensaba contactar con la guía que tuvimos en Pekín cuando visitamos la ciudad rumbo a Myanmar, para saltar de Pekín a Seúl y Japón, donde tengo buenos contactos. Pero llegó entonces la guerra de Ucrania. Desde el primer día del ataque, a Svetlana le bloquearon todas las cuentas de Facebook, Whatsapp y similares, con las que yo me comunicaba con ella. No he vuelto a saber nada de esta chica. Tengo un número suyo de teléfono, pero no me atrevo a llamarla, no sea que eso le traiga complicaciones, que con este tipo de tiranías como la de Putin hay que extremar el cuidado. Así que mi ruta por el norte se fastidió. Vean una de las imágenes que tengo de Svetlana. Es en el intermedio de un concierto de Muse en Milán. Creo que esta imagen explica todo lo anterior que les he contado.  

Después de eso, casi había tirado la toalla de hacer este viaje de vuelta al mundo. Fue mi hijo Kike quien me pico el gusanillo de nuevo, hace como un año. Ya les he contado esta historia y cómo en este punto deseché la ruta del norte. En Italia tenía buenos sitios para hacer paradas. Pero, desde allí a Seúl, ¿cómo diseñar una ruta fragmentada que me fuera llevando poco a poco hacia el Este sin riesgo de jet-lag? Pues miré el mapamundi que tengo en casa y establecí tres paradas: Estambul, Bombay y Bangkok. Y empecé a buscar nuevos contactos. En Estambul ya han visto el resultado. En Bombay tenía también un contacto: Rahul Srivastava, amigo de mis hijos Kike y Clarice. Rahul es uno de los fundadores del estudio de urbanismo URBZ, que trabaja con un enfoque participativo muy cercano a mis puntos de vista y tiene sedes en Bombay y París. Clarice trabajó con ellos en Bombay varios meses y, en mi última visita a París en febrero pasado, le invitaron a cenar en su casa conmigo para que nos conociéramos.

Quedaba el flanco de Bangkok y aquí viene lo que les anticipé de que había conseguido nuevos contactos incluso a través de mi gato Tarick Marcelino Martínez, algo que muchos de ustedes supongo que se tomaron a coña. Pero era cierto. En efecto, a Tarick lo llevo a una clínica veterinaria del barrio. El veterinario, que se llama Javi, es muy simpático, ya somos colegas y le conté mis planes antes de Navidad. Y me dijo que tenía un hermano en Bangkok, trabajando para la Cruz Roja. El hermano se llama Félix y hablé largo rato con él poco después, aprovechando que había venido a Madrid por Navidades, como hacen muchos expatriados. Ya estaba todo organizado con él, a falta de que le dijera las fechas de mi visita a Bangkok.

Entonces le llamé por teléfono y le dije que, provisionalmente, iría a su ciudad entre el 1 y el 6 de mayo. Noté que no me contestaba, que se quedaba como pensativo y le pregunté qué pasaba. Me dijo que, para él, eran las peores fechas, porque correspondían al macro-puente de Tailandia, similar al de diciembre en España, que él contaba con irse a la playa a descansar con su mujer. Me explicó que el 1 de mayo es la gran fiesta mundial, como sabemos. Y que el 6 de mayo es la gran fiesta nacional de Tailandia que, como país budista, conmemora el momento en que Buda se convirtió en Siddartha Gautama (que manda carallo). Si encima, como en este año, entre ambas fiestas fastuosas, hay un fin de semana, pues ya los tailandeses tienen el pretexto perfecto para tirarse una semana rascándose la barriga a dos manos.

Le dije que no se preocupara, que cambiaría la ruta. Removí mi trayectoria y le mandé por Whatsapp las nuevas fechas. Y no me acababa de dar el OK. Al final me escribió muy abochornado. Se sentía muy mal de haberme hecho cambiar el programa para nada, porque resulta que la Cruz Roja había decidido enviarle un mes a China, para ayudar en no sé qué emergencia de la que al menos yo no sé nada, pero que requiere refuerzos. Le contesté que no se preocupara, pero que, no estando él, pensaba que mejor suprimía Bangkok de mi ruta. Además, estaba por entonces en la idea de que no debía de dividir tanto el trayecto, porque podía ser muy cansado para mí.

Eliminado Bangkok, me puse a reconfigurar mi programa. Y descubrí con horror que desde Bombay a Seúl no hay vuelos directos. Y que los indirectos tardan por encima de 25 horas, incluyendo una escala de 4 en Bangkok o Saigón. En cambio, desde Estambul sí que hay vuelo directo, como han visto. ¿Por qué? Pues me contó Ömer que entre ambos países hay una sólida relación comercial, reforzada por el apoyo incondicional de Erdogan a Corea del Sur frente a su enemigo del Norte, ese país hermético, gobernado por un gordo muy peligroso. Incluso hay soldados turcos en la frontera para ayudar en caso de ataque, no muchos, creo que en torno a cien, es más el contenido simbólico de este gesto que sus efectos prácticos. Así que mi única solución fue eliminar también Bombay. Le escribí también muy abochornado a Rahul Srivastava, que ya me tenía organizado un tour por Bombay para mostrarme lo que no ven los turistas. 

Explicada la historia de la ruta definitiva, paso a contarles ahora la continuación de mi viaje en el lugar donde les dejé en el post anterior. El sábado terminé de escribir dicho post y a las doce bajé a hacer el check-out. Le dejé las maletas al chaval del hotel, que así de primeras pretendía dejarlas allí en medio de la recepción, un lugar al que entra cualquiera de la calle y donde durante muchos ratos no hay nadie vigilando. Le pedí por favor que las metiera en un cuarto y lo entendió. Salí a pasear y descubrí entonces que había perdido la tarjeta de transportes de Estambul. No tiene mayor importancia, debía de quedar ya poco saldo, pero me da rabia que me pasen estas jaimitadas; si pierdo una tarjeta de transportes ya casi agotada, también puedo perder algo más importante y meterme en un lío. Debo esmerarme en tener más cuidado.

La única posibilidad que me quedaba era acercarme andando hasta donde pudiera. Y de nuevo renové mi camino: avenida del Istiklal adelante, donde anduve enredando por diversas galerías y callejones laterales y me comí un simit con un té. Al final de la avenida, decidí bajar al puente de Gálata y comerme un pescadito a la plancha en uno de los restaurantes del piso inferior. Y allí me pedí una dorada que me sentó de maravilla, mientras contemplaba el devenir de los ferrys que cruzan al otro lado. Esto es una turistada, pero creo que cualquiera que visite Estambul, aunque se sienta un viajero y todo eso, debe de hacerla al menos una vez, igual que subir al Empire State cuando se visita Nueva York. Una digna despedida de esta ciudad magnífica. Subí luego la cuesta de vuelta a la avenida Istiklal y regresé al hotel con tiempo.

El chaval de la nueva furgoneta me recogió puntual a las 5pm, la hora que me habían fijado en el hotel. Este sí que sabía inglés y era más comunicativo, aunque tampoco paraba de mandar y recibir mensajes con el móvil, incluso cuando iba a 150. Y, aunque el aeropuerto Internacional está más lejos que el Sabiha, se llega antes, porque está conectado con la ciudad por una autopista nueva magnífica y, siendo sábado, había poco tráfico. Allí tuve que pasar un primer control de seguridad para entrar al edificio. Luego me acerqué a los mostradores de la Korean Airlines, donde me recogieron el pasaporte y, un rato después, me dijeron que estaba todo bien y me lo devolvieron con una tarjeta de embarque en papel. Después hay que pasar el control de pasaportes y una segunda barrera de seguridad en la que hay que quitarse de nuevo el cinturón y toda la demás parafernalia. Localicé la puerta de embarque, vi que me sobraba bastante tiempo y decidí probar una novedad: la priority pass que había comprado en una de mis gestiones matutinas.

Lo cierto es que había intentado hacerme con esta tarjeta varias veces, pero siempre se me bloqueaba el pago on line. Pero esta vez lo había conseguido y ya la tenía en mi móvil. Esta priority pass cuesta 81€ anuales y yo desconocía para qué sirve. Sólo sabía que permite entrar en las zonas VIPs de todos los aeropuertos del mundo y que en algunos el acceso es gratis, mientras que en otros cuesta 30€. En el Internacional de Estambul me costó encontrar esa zona exclusiva, pero finalmente di con ella y el acceso era gratis. Y, una vez dentro, te encuentras en un ambiente en el que hay un montón de butacones en los que te puedes desparramar a descansar, con WiFi gratis y una música suave de piano sonando todo el rato. Y lo más acojonante de todo: hay comida y bebida gratis y sin límite.

Yo no me lo creía y tenía la sensación de estar haciendo un simpa, pero le pregunté a una chica, a la que le confesé que era mi primera visita a una zona VIPs con mi flamante tarjeta. Muerta de risa, me dijo que sí, que todo era gratis. La cosa es que como el 99% de la gente no viaja sola, uno de los miembros del grupo se queda guardando la mesa o las butacas y los demás cogen comida para todos. Yo no podía dejar mis maletas sin vigilar, pero me las arreglé para pillar algo sin perderlas de vista. Apenas un cucharón de tzatziki, que estaba buenísimo, otro de un arroz con verduras y otro de un cuscús de color rojo, con pimentón a saco. Más un pancito y un par de cervezas de presión, que se vendían aparte, en un bar al lado de una mesa de billar. Había mucha gente en ese lugar, yo creo que el personal va a los aeropuertos con un margen de tiempo grande, para atiborrarse de comida gratis.

Con la cena resuelta, me encaminé a la puerta de embarque. Pero, de camino, entré en unos aseos y me puse una inyección de heparina, para afrontar el vuelo de diez horas sin peligro de trombosis. Una precaución que recomiendan para todo el mundo, no sólo la gente mayor.. Esta es otra experiencia nueva; las veces anteriores que hube de pincharme eparina siempre había alguien a mi lado que me la pinchaba. No es nada del otro mundo, impresiona más antes, cuando piensas en ello, que luego en el propio acto. Eso sí, sentí una cierta sensación de drogadicto que se estuviera pinchando algo peor. El avión era inmenso y muy cómodo, con unos asientos mucho más cómodos que los de la primera clase de Iberia, que por algo los anglos la llaman Hay-birria.

Había dos pasillos y tres asientos en los laterales. A mí me tocó uno de estos laterales, en los que el asiento del centro quedó desocupado. La chica de la ventanilla y yo nos pusimos anchos. En el vuelo nos dieron otra cena, en la que yo aproveché para tomarme un somnífero para cortar el jet-lag. Con eso pude dormir un buen rato, hasta que dieron otra vez la luz y nos asaltaron con el desayuno. La chica era una coreana muy joven, a la que le hizo gracia viajar con un tipo tan mayor, por lo que estuvo muy amable y siempre al quite de que no me atascara con los diversos mandos a mi disposición. Porque el avión era ya como estar en Corea, apenas había algunos occidentales y ningún turco. Aterrizamos en punto y le pedí a la chica que se hiciera un selfie conmigo, antes de despedirnos. Abajo lo tienen.

Mi amigo Woo me había dicho que, para llegar al centro de Seúl, podía coger el Metro o el bus. Y que él me aconsejaba el bus, que es más confortable aunque tarda más, porque en el Metro debía de hacer un par de transbordos y lo normal es que me perdiera, además de la incomodidad de subir y bajar escaleras con el equipaje. Así que localicé el autobús 6002 y me subí. Tardó más de hora y media, a pesar de ser domingo. Encontré el hotel, que es magnífico. Según Internet, es de cuatro estrellas y media, no sabía que existiera esa categoría. Estoy en la planta séptima y tengo una cama y un baño de auténtico lujo. Es el hotel que me aconsejó Woo, y tiene una relación precio-calidad buena. Después de descansar un rato, salí a la calle y busqué las cercanas calles de Insadong e Ikseon, ambas parecidas.

Seúl es una ciudad estructurada en torno a un sistema de grandes avenidas flanqueadas por rascacielos altísimos. Pero entre avenida y avenida, hay esas otras calles más recoletas, repletas de tiendas, bares, galerías culturales y centros de reunión. Estas son peatonales y están llenas de gente paseando arriba y abajo. Abajo les pongo algunas fotos de ambos tipos de ambiente. Mi hotel está en una de esas grandes avenidas, con hileras de gynkos-biloba gigantes refrescando las anchas aceras por las que también camina mucha gente. En esta calle, los cruces con las otras avenidas tienen pasos de peatones en los cuatro lados y otros dos más en diagonal en el centro. Esto es algo que se inventó en Tokyo, en el barrio de Shibuya, cuyo cruce se ha convertido en una atracción turística a la hora de salida de las oficinas. Y funciona muy bien: en una de las fases, se ponen en rojo todas las vías rodadas y el pelotón de gente que quiere cruzar en todas direcciones se pone en marcha y cruza sin ningún  problema. Aquí las fotos.






Un ambiente que me recuerda mucho al de Tokyo, aunque esta ciudad es más pequeña: unos diez millones. Pero está igual de organizada. Los coreanos son parecidos a los japoneses, pero un poco más sueltos, se ríen, lo pasan bien y no están tan obsesionados con el cumplimiento de las normas al milímetro. Ya hablaré más adelante de este tema. Cuando ya llevaba un buen rato paseando por estas zonas más recoletas, decidí comerme algo. Encontré un callejón lleno de restaurantes de la modalidad hot-pot, en los que cada mesa tiene un fogón de inducción, sobre el que te ponen una sopa en la que tú mismo vas echando y cogiendo los ingredientes. Por supuesto, con los reglamentarios palillos, aquí no se ve un solo tenedor. Pregunté primero en uno, donde me hicieron saber que no servían a comensales solos, porque sus fogones y cazuelas son más grandes. Pero en el segundo ya entré, tras asegurarme de que se pudiera pagar con tarjeta y hubiera WiFi, y me senté.

La sopa tiene dos modalidades: picante y no picante. Yo elegí la primera y, como en todas las comidas que se van cocinando sobre la marcha, hay que estar pendiente de que no se ponga demasiado caliente ni se enfríe. El truco está en echar las verduras en la parte exterior para que se vayan haciendo. Luego, las piezas de carne cortadas muy finas, hay que enrollarlas, tenerlas un momento en el caldo y sacarlas a tu cuenco, con parte de la guarnición. Allí hay que darle un margen para no abrasarte la boca. Sabía yo todo esto de algún hot-pot que he visitado en Madrid y me arreglé bastante bien con los palillos. Al final, la sopa que ya ha cogido los sabores de todos los ingredientes, sirve para echarle los fideos gruesos, tipo udón, que hay que dejarlos cocer unos minutos. Esto es lo más difícil de comer con los palillos, pero les juro que no me tiré ni una sola mancha.

Menos mal, porque la poca ropa que traigo en este viaje está a punto de echar a andar sola, cualquier mañana me despierto y se me ha ido la ropa a ver la ciudad por su cuenta. El hotel de Estambul no tenía lavandería. Este sí, pero es de autoservicio, que sólo funciona con monedas o billetes locales. En un país tan adelantado como este, resulta que hay cosas que no se pueden pagar con tarjeta, como la lavandería de este hotel, o la tarjeta de transporte, que sólo se puede adquirir con billetes de wons, la moneda local (por cada euro te dan cerca de 1.500 wons, pero el billete más pequeño es de 1.000). Dejé todos esos trámites para hoy y me fui a dormir. Con el jet-lag he dormido de forma bastante intermitente, espero que esta noche la cosa mejore.

Esta mañana me he dado una ducha estupenda y he bajado a desayunar al hotel. Es un poco caro, 18€, pero con lo que me ahorré cenando en la sala VIPs de Estambul, me lo puedo permitir. Y el desayuno es muy bueno y abundante, suficiente como para aguantar hasta la noche. Luego he salido a buscar el parque del río Cheonggyecheon, un equivalente a Madrid Río, que les explicaré más adelante también, porque ya tengo que cortar. Hoy disponía del día libre para callejear a mi bola, pero a partir de mañana ya tengo citas con mis contactos locales. De momento ya tengo dinero suelto y me he comprado la tarjeta de transporte. Lo de la lavandería lo dejo para luego. Como empezaba a hacer mucho calor, me he vuelto al hotel a hacer nuevas gestiones y escribirles a ustedes. Continuará

Aquí son las seis de la tarde. Tenía escrito esto y lo estaba repasando cuando he visto que estaba a punto de empezar el discurso de Pedro Sánchez. Y, después de escucharlo, creo que es mi deber completar este post con un grito: ¡¡¡¡OLÉ TUS COJONES!!!! Me creerán o no, pero les juro que he llorado y todo. Porque yo quiero volver dentro de tres meses al mismo país del que salí hace ya quince días. No a otro gobernado por Fake-joo, apoyado por Abascal-tu-culo-huele-mal, motes que ya se van a quedar permanentes en este blog, cada vez que hable de estos dos señores. Porque no hay derecho a hacer lo que han hecho con Sánchez, ni lo que hicieron antes con Pablo Iglesias y otros. Ya está bien, hombre.

Nunca he sido socialista ni del PSOE. En realidad nunca he militado en ningún partido político y, como saben mis amigos más cercanos, MI ÚNICA PATRIA ES EL ROCK. Pero ahora mismo quiero yo también hacer una declaración: me declaro inquebrantablemente sanchista. Nunca he usado ese adjetivo inventado como insulto por la derecha de este país. Démosle la vuelta de una vez. Así que, por si tenían alguna duda de por qué zona ideológica me desenvuelvo, desde Seúl (Corea) lo proclamo: yo, cada vez más, sanchista y a mucha honra. Congratúlense de la noticia como yo, porque la alternativa era terrorífica. Y, si alguno de ustedes, está en otra onda, lo primero que le digo es que se lo haga mirar. Y lo segundo es que no sé qué hace siguiendo este blog. Yo pretendía hacer una página apolítica, pero estos impresentables arriba citados nos han obligado a todos a tomar partido. Y mi opción, como la del presidente, está bien clara. El discurso de hoy de Sánchez me mola todo. O, dicho en francés, Ça plane pour moi. Aprovéchenlo para bailar. Como he hecho yo. Ya ven qué contento me he puesto.

sábado, 27 de abril de 2024

8. Estambul-Costantinopla

Escribo desde mi hotel en Estambul, donde he pasado tres días más de mi viaje y desde donde hoy a las 9pm viajo a Seúl, en un vuelo que dura diez horas y que me tendrá por el aire toda la noche, para llegar a las siete de la mañana, con la sorpresa de que entonces en Corea será la una del mediodía. El jet-lag está garantizado, espero que no me machaque mucho. Pero antes he de contarles mis andanzas por esta impresionante ciudad, que en su día se llamó Bizancio y Constantinopla y ahora, según la escriben los turcos, se denomina Istanbul. En los años 50, un grupo norteamericano de música humorística publicó el tema que da título a este post y que se convirtió en un estándar que prácticamente todas las orquestillas de verbena han tocado alguna vez. Escúchenlo para entrar en materia.

Oficialmente Estambul tiene 16 millones de habitantes censados, pero parece que con los irregulares llega a 20, lo que la sitúa a la par de Tokyo, Ciudad de México, Sao Paulo o Lagos (Nigeria), las mayores megalópolis del planeta. Viajé el miércoles 24, en un vuelo desde Fiumicino (Roma), adonde había llegado en un tren desde la Estación Termini. El vuelo es corto pero, nada más llegar, has de ponerte en una cola monstruosa que se enrosca sobre sí misma como una serpiente, para el control de pasaportes, lo que te recuerda que ya estás fuera de Europa. Por cierto, esto sucedía en el Sabiha Airport, el más antiguo de los dos aeropuertos de Estambul. Esta noche salgo del otro, del llamado Internacional.

Antes de salir había tenido la precaución de anular el roaming y descargarme el mapa de Estambul en el móvil, para poderlo seguir sin Internet. Pasado el control, salí al exterior: caos de taxistas y minibuses de los hoteles, todo el mundo gritando y bastante desorden, esto es ya un lugar del Tercer Mundo. Al fondo me esperaba un tipo con un cartel que decía SR25, ante el que me identifiqué y me dijo que esperase allí mismo sin moverme. Bastante rato después, apareció una furgoneta, en cuya parte de atrás me instalé con el equipaje. Los cinturones de seguridad brillaban por su ausencia y el conductor no sabía una palabra de ningún otro idioma que no fuera el turco. Además, conducía a toda pastilla, a empellones entre los sucesivos atascos que íbamos encontrando en la autopista y sin dejar de escribir whatsapps en el móvil, lo que le llevaba de vez en cuando a dar unos frenazos poderosos.

Pero yo iba siguiendo la ruta de la furgoneta en mi mapa descargado y estaba claro que se dirigía hacia mi hotel, el Beyzas Hotel and Suites, en la zona de Taksim, en la parte europea de la ciudad. Un trayecto larguísimo. Yo había salido de Roma a las tres de la tarde, tres horas de vuelo más una de diferencia horaria, otra perdida entre el control de pasaportes y esperar al conductor y otra más de trayecto enloquecido por la autopista. Era de noche cuando me inscribí en el hotel, y estaba agotado mentalmente. Habíamos quedado en que pagaría al llegar 100€ por los dos transfers a los dos aeropuertos y saqué la tarjeta para pagarle. Pero me dijo que no, que tenía que ser en cash. El dinero negro que mueve el mundo.

Dejé las cosas arriba y salí a caminar, sobre todo para que me diera el aire en la calle. Y, casi al lado del hotel, me saltó a la vista una peluquería. Llevaba yo varios días intentando cortarme el pelo, que no me había dado tiempo de arreglármelo con mi amigo Jurgen, del barrio. Y ya saben que las ocasiones hay que pillarlas al vuelo. El peluquero se llamaba Ahmet, era simpático, optimista e hiperactivo y hablaba un inglés muy aseado. Me pegó un repaso que incluyó arreglo de cejas y bigote, masajes varios, lociones y brillantinas y hasta stripping, la técnica que se usa con los perros de pelo duro. Entre medias le conté que viajaba solo dando la vuelta al mundo y, a cuento de eso me dijo un refrán, no sé si suyo o escuchado por ahí: Happy wife is a happy life, but no wife is even a better life. Me cobró 25€, una pasada, Jurgen me cobra 18 y ya es caro, pero el tipo se ganó el sueldo y salí de allí convertido en un hombre nuevo.

Lo cierto es que en Seúl me esperan unas actividades que ya se contarán, para las que no era muy adecuado presentarse con las lanas que yo llevaba, así que asunto solucionado. Le pregunté a Ahmet dónde podía tomarme una cerveza con algo de picar y me habló del Avni, un pub inglés a la vuelta de la esquina. Resultó ser un lugar decadente, donde había básicamente viejos, turcos y occidentales, pero no turistas, sino de los que viven aquí. Tipos de aire caduco, con chaqueta gris y corbata, un pianista que tocaba en directo acompañando a diversos cantantes locales, la gente fumando dentro (en Turquía está tan prohibido como en España), diversas pantallas de TV dando un partido de la liga turca, afortunadamente sin sonido. Y hasta apareció por allí una puta veterana y entrada en carnes, vestida de faena, a la que todos parecían conocer. La cerveza estaba buena y me dieron un surtido de fritos con unas patatas, que me sirvieron para cubrir el expediente.

El hotel está bien, la habitación es amplia, la cama enorme y el desayuno de buffet está incluido y es abundante y variado, aunque con un nescafé de máquina infame. El jueves me afeité, me duché y a las nueve en punto salí a la puerta del hotel. Allí me esperaba mi contacto local Ömer Faruck Ulusoy. Les cuento. Mi amigo Werner Dürrer, arquitecto suizo que vive a caballo entre Asturias y Madrid, es el representante en nuestra ciudad de la red internacional Guiding Architects, y se encarga de organizar las visitas de trabajo de las diferentes delegaciones que quieren visitar Madrid, no como turistas, sino como arquitectos, ingenieros, constructores o promotores. Los colegios profesionales y los grupos de promotores saben que Werner les organiza unos tours fabulosos por Madrid, en los que a menudo contaba conmigo cuando estaba aún en activo y sigue contando después de jubilarme.

Cuando le conté mi proyecto, Werner me puso en contacto con otros miembros de la red en algunas de las ciudades que yo tenía en el programa. En Estambul me dio la referencia de Zeinep Kuban, una señora que es profesora de Historia de la Arquitectura en la universidad. Le escribí y me dijo que ella no hacía tours individuales, pero que me mandaría a un alumno suyo, arquitecto, muy educado y proactivo, para que me acompañara un día entero. Y aquí lo tenía delante de mí. La verdad es que el día fue fabuloso, Ömer y yo conectamos muy bien y nos contamos muchas cosas. Ömer tiene 26 años, pero ya es mi nuevo amigo para siempre. Me llevó primero a ver la universidad en la que había estudiado ocho años y todos los de la puerta lo saludaban con mucho cariño. Ahora está completando el máster con Zeinep al tiempo que hace diversos trabajos aquí y allí. Parece que viaja bastante a Alemania. Aquí una foto de nuestro paseo. La columna detrás de nosotros, fue erigida por los griegos y tenía arriba una estatua de alguno de sus dioses. Luego los cristianos la sustituyeron por una cruz, y los musulmanes quitaron la cruz y no pusieron nada, porque no les está permitido representar el cuerpo humano.

Desde su Uni, cogimos un pequeño transporte por cable para saltar sobre un valle arbolado. Después cogeríamos Metros y funiculares para trasladarnos por esta ciudad de topografía endemoniada, para ver diversas zonas de las que no visitan los turistas. Muy cerca de mi hotel está la plaza Taksim, donde hace diez años se produjeron unos sucesos en la línea del 15-M, para protestar porque Erdogan quería eliminar el parque que hay allí para sustituirlo por un enorme centro comercial. Los ecologistas acamparon en el parque, toda la gente los apoyó y después de un tiempo fueron desalojados a porrazos y gases lacrimógenos, pero el parque se salvó. Turquía es otro país dividido, como el nuestro, en este caso entre la gente más islamista y los laicos, que quieren tener una sociedad moderna.

Estos dos sectores de la población se distinguen por su forma de vestir, especialmente las mujeres, con la cabeza cubierta o descubierta. En mi hotel había algunas que vestían el negro niqab, que deja sólo una rendija para los ojos. Y desayunaban levantándolo un poco por debajo para comer. Cuando la pandemia, estas mujeres no necesitaban mascarilla. Pero qué triste vivir toda una vida como en un encierro pandémico. De la propia plaza Taksim parte la gran avenida Istiklal, un símbolo de la modernidad construida en la misma época que la Gran Vía de Madrid. Ahora es totalmente peatonal, con un tranvía que parece de juguete. Lo mejor es que veamos algunas imágenes.  

Fachada de la universidad donde estudió Ömer. Abajo el pequeño transportín por cable que cruza sobre el valle arbolado.


El monumento a Ataturk en la plaza Taksim, abajo el tranvía que va por la avenida Istiklal


Edificios historicistas de la avenida Istiklal y abajo una de sus galerías comerciales.

Ahora, una serie de imágenes de la mezquita Nuruoosmaniye Camii, que es una de las más bonitas de la ciudad.




En esta última, comprobamos que durante toda su historia, en Turquía se escribió con caracteres arábigos, hasta que llegó el señor Ataturk, que proclamó la República unos años después de la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. En su afán modernizador, Ataturk cambió el alfabeto y les hizo la picha un lío a los turcos, con perdón de la expresión. También importó la moda del té, cuando la tradición turca siempre había sido el café. Ahora se toma té a todas horas; por las zonas comerciales y de oficinas se ve todo el rato a los chavales que trabajan de camareros sacando bandejas metálicas, con un trípode superior, con unas cuantas tazas de té, cada una con su cucharilla y sus dos terrones de azúcar. Estambul fue durante muchos siglos la capital del Imperio Bizantino, hasta que la conquistó Mehmet II, el gran héroe otomano, en el siglo XV.

Los bizantinos habían tendido una red metálica en la entrada del llamado cuerno de oro, para evitar que los barcos otomanos entraran por allí a conquistar la ciudad, pero Mehmet II llevó sus barcos por el Bósforo y los trasladó por tierra rodando sobre troncos para entrar en el cuerno de oro por arriba. La otra gran figura de la historia turca es Suleiman el Magnífico, que fue el que extendió el Imperio hasta Centroeuropa. Los turcos, en general están orgullosos de su historia y sobre todo de un detalle: ellos nunca han sido colonia de nadie. Ellos fueron un gran imperio, perdieron una guerra y se tuvieron que joder, pero nunca fueron colonia y se nota en su idiosincrasia. Ömer me llevó a una serie de zocos impresionantes, como los de cualquier ciudad árabe y luego paramos a comer un pidé, que es la versión turca de la pizza. Lo acompañamos con un Ayrán, que es una bebida de yogur muy popular. A media mañana ya nos habíamos tomado un simit, rosquilla de pan similar al bagel de los judíos, pero totalmente recubierta de sésamo.

Otra de las cosas más destacadas de Estambul es que es la ciudad de los gatos. Hay miles de gatos aquí, nadie les hace nada y esto lleva a que estén confiados e interactúen con la gente que les hace carantoñas. Se han convertido en un símbolo de la ciudad. Tarick Marcelino sería feliz aquí. Por cierto, hay un documental sobre los gatos de Estambul de hace unos años, que ganó varios premios. Se puede ver gratis en Youtube pero, como dura hora y cuarto, les voy a poner el link para que quien quiera lo vea. Realmente merece la pena. Para verlo han de pinchar AQUÍ. Abajo tienen un par de fotos mías con gatos.


Por la tarde, visitamos otra mezquita espléndida, la de Rustem Pachá, que era el yerno de Suleimán el Magnífico. Este señor era inmensamente rico, pero no podía hacer una mezquita mayor que la de su suegro, así que es pequeña y con un solo minarete. Pero está recubierta por dentro con unos azulejos magníficos, una técnica que era muy cara y por tanto, símbolo de riqueza y de estatus. Yo no puedo mostrarme más poderoso que mi suegro pero, como soy más rico, me marco un alicatado hasta el techo. Algunas fotos de esta maravilla. 





Me mostró también la estación de la que partía el Oriente Exprés, ahora convertida en museo del tren. Y llegamos al puente Gálata, con sus pequeños bares en el nivel inferior donde se come la caballa del Bósforo y otros pescados a la parrilla, al lado del mar. Esto es lo que yo más recordaba de mi primera visita a la ciudad, hace unos 35 años. Desde allí cogimos un funicular para volver a la zona de Taksim, donde Ömer me llevó a un bar secreto, al que se entraba por una serie de pasadizos, hasta llegar a un patio interior con un jardín muy bonito. Allí nos tomamos unas merecidas cervezas Efe Pilsen de presión, la marca más típica de Turquía. Nos sacaron un bol de cacahuetes, y fue Ömer quien pidió la segunda ronda, mientras me contaba que, de más joven, había tocado la guitarra en un grupo de heavy metal. Me mostró una foto de la época, en la que aparecía con una melena importante. O sea que, como ven, birrero y metalero, un auténtico soul brother para mí. Antes de irnos, nos hicimos unos selfies y luego ya nos despedimos con un abrazo y yo me volví al hotel.


Y ayer jueves tuve todo el día para callejear a mi aire. Después de desayunar, eché a andar sin rumbo y mis pasos me llevaron al puente Gálata. Allí decidí coger el ferry hacia la zona asiática, en busca del barrio de Kadikoy, que es una especie de Malasaña, Lavapiés o el Plaka de Atenas. El barco tarda bastante y luego tuve que coger un bus. Kadikoy es un barrio en cuadrícula, totalmente peatonal y con las calles llenas de terrazas de bares y restaurantes. Hay mucha gente joven local y foránea, no se ven pañuelos cubriendo cabezas y se respira libertad. Hace poco, esta gente consiguió derrotar al partido de Erdogán en las elecciones municipales de las principales ciudades. Veremos por donde se desarrolla el futuro.

En Kadikoy hay mucha gente alternativa, vendiendo artesanía o baratijas sentados en el suelo o tocando diversas músicas con la gorra abierta sobre el pavimento para recoger dinero. En este lugar empezó su andadura el grupo interétnico Light in Babylon, que es fabuloso. Componen el grupo tres músicos, uno turco que toca el santur, instrumento de cuerda de origen iraní que se toca por percusión. Un guitarrista europeo. Y la fabulosa Michal Elia Kamal. Michal es judía nacida en Israel, pero de origen iraní: cuando los ayatollahs se hicieron con el poder, su familia salió por piernas del país de sus ancestros para refugiarse con los de su religión. Michal toca el djembé, ese tambor del que parece imposible sacar muchas variedades, pero que ella toca con la pasión de una iluminada, la misma pasión con la que canta y mira. Escúchenlos.

Lo que cantaba esta fabulosa mujer está en turco, pero no se quejen que, al menos, la parte esa del la-lará la-la, seguro que la han entendido. Este vídeo sintetiza mejor que cualquier texto el espíritu interétnico y universal de esta ciudad de aluvión, mezcla de culturas que se resisten a que el señor Erdogán los uniformice como musulmanes creyentes. Paré a comer en un sitio que me había recomendado Ömer, el Çiya Sofrasi. Es una de tantas terrazas del barrio, pero especializada en la cocina turca. Me senté en una mesa de la calle y el jefe me sugirió una especie de menú de degustación, un platito pequeño de cada una de las especialidades. Como no servían alcohol, lo acompañé con un Ayrán. Después me di una vuelta por este agradable barrio. Pregunté aquí y allá, y me enteré de que había un muelle allí cerca desde el que salían ferrys hacia la parte europea.

Cogí el ferry de vuelta, que me devolvió a la zona del puente Gálata. Entonces se me vino encima un cansancio tremendo. Les cuento. El día anterior, con Ömer, me había tomado tres cafés por la mañana y dos tés en chiringuitos callejeros por la tarde. Resultado: había dormido fatal. La perspectiva de tener que subir la empinadísima cuesta que comunica el puente Gálata con el final de la avenida Istiklal, desde donde todavía me quedarían dos o tres kilómetros de caminata, se me hacía bola. Estaba pensando en dónde encontrar una estación de Metro, cuando un taxi empezó a hacerme la corte como un palomo enamorado. El taxista era simpático y me intentaba seducir con una sonrisa abierta. Pensé que este era uno de los míos, como Ömer Faruck o el peluquero Ahmet y me pareció que no tenía por qué mantener ese veto que les tengo a los taxistas. Por cierto, en Estambul, se anuncian como taksis, en la línea de lo que propugnaba Juan Ramón Jiménez, que quería suprimir la ge y la hache del alfabeto, para que la escritura reflejara exactamente el sonido de las palabras.

Negocié un precio razonable y me monté exhausto en el vehículo. El taxista resultó ser una bomba, hablaba inglés por los codos y me dijo una cosa que me parece extraordinaria. ¿Sabe usted qué? Está usted ante el hombre más feliz sobre la Tierra. ¿Quiere saber por qué? Pues se lo cuento. Yo cada mañana me despierto en mi casa en Asia, hago mis abluciones y, si me apetece, me voy a desayunar a Europa. ¿Alguien sobre la Tierra puede hacer una cosa así? No, salvo nosotros, los de Estambul. La verdad es que esta declaración me resumió otra vez el espíritu de esta gente. En el hotel descansé un rato, empecé a escribir este post y, a las nueve de la noche decidí bajar al Pub Avni a tomarme una cerveza para dormir adecuadamente, esta vez sin nada de comer.

Anoche el pub estaba lleno, nadie estaba cantando en el escenario y había una especie de tensión contenida que se palpaba en el ambiente, compuesto por tipos mayores, que ahora identifiqué como turcos con alguna excepción y tres putas en vez de una. La televisión estaba dando unos anuncios, pero en un momento dado se pararon y el barman subió el volumen. Había un partido de fútbol del Galatasaray, el equipo de este barrio de Estambul. El partido estaba a punto de empezar la segunda parte, con empate a cero y todo el mundo estaba expectante. En el rato que estuve, el Galatasaray marcó dos goles. El primero fue saludado por todos puño en alto (y yo también) con grandes alaridos y una canción o himno que todos corearon haciendo un baile con sus bebidas en alto. En el segundo yo también me sumé al baile y no me lié a dar abrazos por un pelo. Esto del fútbol es lo que tiene.

Les diré que he dormido como un tronco esta noche pasada. Que me he levantado fresco otra vez, he bajado a desayunar, he hecho algunas gestiones pendientes para el viaje y me he puesto a rematar el post. A las doce (recuerden que aquí hay una hora más que en Madrid) debo hacer el check-out y dejar mi equipaje abajo en la recepción. Saldré a dar una última vuelta por esta ciudad magnífica hasta las 5pm en que tengo que estar en recepción para que me recojan con la furgoneta y me lleven al International Airport of Istanbul. Mi periplo sigue y, con los ferrys que tomé ayer, ya he viajado en trenes, aviones y barcos. Como rezaba la letra de esta conocida canción de Burt Bacharach. La versión que más me gusta es la que grabó Astrud Gilberto. Se la dejo de despedida.

miércoles, 24 de abril de 2024

7. Roma es eterna

Termino este post frente a la puerta de embarque del aeropuerto Fiumicino, donde he de tomar un vuelo a Estambul que todavía no se abre. He pasado unos días preciosos en Roma, que ahora les cuento, porque primero les quiero hablar de un fleco que me queda sobre Nápoles, que es un tema que no se acaba nunca. En concreto, la historia del Cristo Velato que se custodia en la Capilla de San Severo, en Nápoles. Cuando visité la ciudad en 2018, entré a ver esta estatua yacente de Cristo desclavado de la cruz y creo que no he visto una escultura más maravillosa en mi vida. Y mi propósito en esta nueva visita era volver a ver esta preciosidad. Pero no he podido. Cuando se entra en la capilla, Cristo muerto aparece cubierto con un sudario, con los clavos y la corona de espinas a un lado y todo ello está esculpido en un mármol blanquísimo, con un detalle minucioso y súper delicado de cada pliegue del paño del sudario. Vean una foto bajada de Internet.

En 2018, había que reservar entrada por Internet, pero era factible. Ahora, se ha vendido la idea de que se trata de la estatua más bella del mundo y el turismo tóxico impide visitarla. Les cuento. Me acerqué un día a la puerta, donde había una cola discreta (la capilla es minúscula) y pregunté. Era imprescindible reservar por Internet. Entré en la página luego en el hotel. Las primeras fechas que ofrecían, eran para dentro de 60 días. Ni más ni menos. Pero, entre medias te entraban diversas propagandas publicitarias. Si tú reservas un paquete completo de los que ofrecen los tour-operators, puedes verla al día siguiente. Estos paquetes incluyen el Cristo y otras tropecientas cosas que, para mí, no tienen ningún interés. Y cuestan a partir de 80€, la mayoría por encima de 100 o 120.

Lo pillan. Estos tour-operators tienen copado el mercado hasta dentro de dos meses, han reservado todas las entradas posibles porque saben que los turistas yanquis y alemanes pagan esos 100€ sin problemas. Esto es lo mismo que las plataformas televisivas, que no puedes ver, por ejemplo, un solo partido de fútbol, tienes que comprar toda la plataforma y aguantar todo el año la propaganda del 80% de bazofia que te van ofreciendo. Y yo soy alérgico a ser socio de nada. Yo pagaría gustoso 40 o 50€ por ver la final de la Champions de fútbol, por ejemplo. Lo que antes se llamaba pay per view, que ahora no existe. Creo que jamás pagaré por ser socio de una plataforma que me admita a mí como socio, parafraseando la celebrada frase de Groucho Marx. Por cierto, esto es lo que intentaban hacer en su día los reventas de los toros y el fútbol, lo que pasa es que estaba prohibido que coparan el mercado y siempre se reservaba un número de entradas para vender en la puerta. En Nápoles no hay freno para esto.

Bien, el domingo 21 de abril, octavo día de mi periplo, me levanté a las cinco de la mañana. Me duché, terminé de recoger mis cosas y salí del cuarto. Según las instrucciones que me habían mandado, dejé las llaves más 12€ de taxas en la mesa de escritorio, debajo de la toalla que no había usado. Es decir, que yo no vi a nadie de este hotel o lo que fuera, algo típico de estos tiempos. En mitad de la noche, bajé la larga escalinata/cuesta de Montecalvario con mi equipaje, llegué a la vía Toledo, por donde los últimos juerguistas se retiraban derrotados a sus cubiles, caminé un poco a la izquierda y entré en el Metro. Dado que era domingo, el Metro tardó bastante en llegar, como ya me esperaba, pero me llevó a la estación Central con tiempo. Allí, busqué un lugar para desayunar que me había recomendado mi hijo Kike, conocedor de esta ciudad: Casa Attanasio, que presume de tener las mejores sfogliatelle calde de Nápoles. Vean qué sitios más cutres controla mi hijo.

La sfogliatella estaba deliciosa, pero me la tuve que llevar a un bar enfrente, no menos cutre, donde la acompañé con un caffelatte. El tren llegó puntual y en hora y media me dejó en la Estación Termini de Roma. Allí me estaban esperando mis contactos romanos, que no eran otros que mis consuóceri. ¿Cómo dicen? ¿Que no saben qué significa consuócero? Coño, pues búsquenlo en el traductor Google, a ver si se lo voy a tener que dar todo mascado. Vale, vale, ya no les vacilo más: estoy refiriéndome a mis consuegros romanos, los padres de mi queridísima nuera Clarice (así escribo yo su nombre en honor a Clarice Lispector). Kike lleva con ella creo que cinco años, pero hasta ahora no había podido conocer a sus padres.

Y de verdad, tenía muchas ganas de encontrarme con ellos, pero creo que todavía tenían ellos más ganas de conocerme a mí, porque son una gente estupenda, empática y súper cariñosa. En mis tres días romanos me han tratado a cuerpo de rey, me han enseñado muchas cosas que no conocía, me han llevado a unos restaurantes magníficos y no me han dejado pagar en ninguno. Habían preparado mi visita con mucho cuidado. Parece que Kike les había contado cosas de mí, como que me encanta pasear solo por las ciudades a mi bola y que me gusta la cerveza. Con esas informaciones, habían decidido llevarme a ver algunos lugares para los que se necesita coche y así ampliar mi radio de acción. El domingo, el plan era ir a visitar las ruinas de Ostia, el puerto de los romanos, cerca de la desembocadura del Tíber.

Dejamos primero mi equipaje en el hotel, que estaba al lado de la estación Termini y donde no se podía hacer el check-in hasta mediodía, y salimos por la carretera hacia Ostia. Allí estuvimos toda la mañana viendo ruinas, de las que abajo les pongo unas fotos. A mediodía paramos un instante a tomarnos un sándwich, en mi caso con una cerveza y nos acercamos a otras ruinas cercanas, incluidas en el ticket, las de la antigua dársena de Adriano, adonde llegaban los barcos romanos y distribuían sus mercancías a una serie de tiendas cuyos restos dan una idea del volumen comercial que alcanzó este lugar. Después regresamos a Roma y yo les pedí que me dejaran un rato para descansar en el hotel, porque estaba bastante cansado después del madrugón y la mañana de ruinas bajo el sol.






Pero dos horas después, me recogieron de nuevo para pasearme en coche por diversos barrios que no conocía y subirme a un mirador desde el que se ve toda la ciudad. Así llegamos a la hora de la cena, que habían reservado en un restaurante extraordinario, La Rampa, cerca del Vaticano, en la zona por donde trabaja Paolo, el padre de Clarice (su madre se llama Patrizia). Paolo es conocido del chef, porque debe de comer a menudo en este lugar. Comimos unas alcachofas a la romana exquisitas, una pasta alla gricia y unas chuletas de cordero buenísimas. Yo les dejé que pidieran y ahí fue cuando vi que pedían vino para ellos y una birra alla spina para mí y supe con qué cuidado habían preparado mi visita. Les diré que nuestro encuentro fue emotivo y hermoso, que nos pusimos al día de todos los detalles de nuestras respectivas familias y compartimos confidencias que, obviamente, no voy a contar aquí. Por cierto, hablamos todo el tiempo en italiano: después de una semana de inmersión, a mí se me daba bastante bien ya. Les pedí permiso para publicar en el blog los selfies que nos hicimos en las ruinas y aquí los tienen.


Con Paolo y Patrizia tengo una nueva familia política encantadora. Esa noche llegué a mi hotel reventado después de un día tan intenso. Y les agradecí a mis consuóceri que me dejaran libre el martes para callejear a mi bola por Roma, para visitar los sitios que ya conocía de anteriores visitas. El hotel era regular, quizá el peor alojamiento hasta ahora, pero tiene una ventaja: el desayuno está incluido en el precio que yo he pagado. El martes bajé a desayunar al comedor y luego salí a caminar por Roma. Creo que es el momento de traer una música ad hoc. Roma es la ciudad de la Dolce Vita, de Anita Eckberg caminando con su escote esplendoroso por el borde de la Fontana de Trevi. Durante los 50 y 60, la noche romana se desarrollaba hasta la madrugada entre música, baile, bebidas y mucho ligoteo.

Y un participante imprescindible de esa juerga permanente era Fred Buscaglione, uno de los más grandes artistas del pop de los 50, un tipo que cada jornada apuraba la noche bebiendo, bailando y fumando puros, hasta que el amanecer le sorprendía cuando todos sus amigos se habían ido ya a dormir reventados. Entonces se subía en su descapotable y se dirigía a su casa en las afueras de la ciudad, con su último puro humeando y conduciendo completamente borracho, porque por entonces no existía el control antidoping en las carreteras de Roma. Hasta que una madrugada no muy diferente de otras, se quedó dormido al volante, se estampó contra un árbol de la carretera y se mató. Tenía 38 años y su muerte, como la de James Dean, acrecentó su leyenda. Antes nos dejó algunas grabaciones deliciosas, como este Juke Box que les pido que escuchen. Además, el vídeo viene aderezado por imágenes de vespas y muchachas hermosas. Todo un símbolo.

Después de caminar un rato, alcancé el monumento a Victor Manuel II, al que los romanos llaman irónicamente la máquina de escribir, abajo tienen una imagen. Allí arranca la Vía del Corso hacia el norte, seguramente una especie de decumanos que llega hasta la Piazza del Popolo. Al otro lado del gran monumento a Victor Manuel, quedan el Coliseo, el Foro Romano y algunos arcos importantes, pero por esta vez decidí no visitarlos y empezar a caminar hacia el norte. Un poco más adelante, una calle a la derecha te lleva a la Fontana de Trevi que a hora temprana no está tan atestada de turistas como más tarde. Volviendo hacia la Vía del Corso, al otro lado se puede ver la Columna de Marco Aurelio y el Panteón, que yo visité libremente en su día, pero ahora es de pago y de aguantar una cola importante. Desde allí me acerqué a la Chiesa de San Luigi dei Francesi, donde hay tres cuadros de Caravaggio. Están a oscuras, hasta que algún samaritano echa unas moneditas en la hucha y entonces se iluminan un ratito, momento que la gente aprovecha para hacerles fotos. En fin, vean la máquina de escribir, que fotos de los demás lugares pueden encontrarlas en Internet.

Visité después la Piazza Navona, con sus fuentes llenas de estatuas de marmol de seres mitológicos y animales marinos y la Piazza del Campo de Fiore con su mercadillo en el que se vende toda clase de productos alimenticios de calidad. Desde allí crucé el Tíber y me interné por las callejas del Trastévere, que es mi barrio preferido de Roma. Después de caminar un rato arriba y abajo, me senté en una terraza a tomarme un Aperol Spritz. Si en Nápoles cuestan cinco euros y te ponen un montón de tapas, aquí cuestan ocho y a pelo. En la mesa de al lado había un par de italianos del tipo macarra hablando en voz muy alta de sus cosas. En un momento dado, uno de ellos se dirigió a mí en español: hola, que tal se ha quedado España. Le contesté en italiano: ¿cosa sucede, ho faccia de espagnol o cosa? Enseguida replegó velas y me dijo que era un enamorado de España, sobre todo de Marbella. A eso le respondí que yo era del norte y no me gustaba especialmente Marbella. Ya no me dijo nada más.

Luego pensé que me había pasado un poco y les volví a hablar. Les dije que yo no era un turista, sino un viajero que viajaba solo y les pedí que me indicaran un restaurante que estuviera fuera del radio de acción de los turistas. Al unísono dijeron: Corrado. Me explicaron cómo llegar y realmente era un restaurante barato, como de barrio, lleno de italianos y gente joven. Me comí unos penne arrabiati, que estaban arrabiatti de cojones, hay que ver cómo picaban. Con una cerveza y una pequeña ensalada, solucioné la manduca y regresé caminando al hotel. Una buena caminata. Luego, la siesta y escribir el post anterior, antes de salir a caminar de nuevo, para explorar ahora la zona norte de la Vía del Corso, con la Piazza de Espagna y su fabulosa escalera florida y llegar hasta la Piazza del Popolo. Casi al final de la Vïa, encontré una heladería artesanal, en donde me tomé un cono de yogur y frutas del bosque, estupenda cena para dormir bien. Hay muchísimas películas sobre la vida en Roma, pero a mí me gusta especialmente una: Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953), con dos intérpretes maravillosos: Gregory Peck y Audrey Hepburn. Rememoremos la conocida escena de la vespa.

Ayer miércoles, desayuné en el hotel y estuve buena parte de la mañana haciendo gestiones para la continuación del viaje: tarjeta de embarque para hoy, tren al aeropuerto, permiso para entrar en Corea y cosas por el estilo. A media mañana me llamaron de nuevo mis consuóceri para comer con ellos otra vez en la zona del trabajo de Paolo, cerca del Vaticano. Cogí el Metro para reunirme con ellos y me llevaron a comer a La Amatriciana, otro restaurante excelente, donde nos moderamos un poco en relación con la noche del lunes. Después, me despedí de ellos y me fui a dar una vuelta por el Vaticano, aunque había paseado el domingo por la Piazza de San Pietro con mis anfitriones romanos. Pero esta vez, encontré el espacio central vallado y lleno de sillas dispuestas para un acto solemne. Pregunté a alguien qué se celebraba y me enteré de que se trataba del santo del Papa. El ínclito Bergoglio se llama Jorge de nombre y ayer era San Jordi.

Regresé al hotel como había venido, en Metro, donde es muy fácil manejarse en Roma. Y dediqué la tarde a preparar el equipaje de nuevo, escribir la mayor parte de este post y prepararme anímicamente para el viaje de verdad, que empieza hoy. Porque hasta ahora, mi viaje era sólo un aperitivo de lo que me espera. En Italia, como en toda Europa, yo estoy en mi zona de confort. Europa es un paraiso, aquí se paga en euros, se puede usar el WiFi sin recargos, se bebe agua del grifo, se come fruta y ensaladas. Y especialmente Roma es una ciudad que me suscita tantos recuerdos y tantas historias. Pero hoy empieza lo bueno y se acabó este Aperol Spritz. Me marcho con cierta pena de esta tierra maravillosa. Pero así es como está planeado y mi corazón es un nómada, como cantaba Nicola di Bari en una de sus más bellas tonadas.

Nicola di Bari era el patito feo de los cantantes italianos, pero superaba su desgarbada figura con mucho sentimiento y una voz prodigiosa. En 1971 ganó el Festival de San Remo con esta canción: Il cuore e uno zíngaro. Como era tan feo, lo arroparon con una cantante muy jovencita y guapa, que se llamaba Nada. Pero el festival realmente lo ganó él. En el vídeo que les pongo, camuflan su estampa con una serie de paisajes y escenas típicas de Italia. Aún así se le ve a ratos y no me digan que no les recuerda al alcalde Almeida. Pero la canción es perfecta para esta despedida de Italia: me dijo pasemos juntos esta noche, qué ganas de decirle: , pero sin mirarla más a los ojos, yo la dejé cantando así, qué culpa tengo yo, si el corazón es un nómada, etc. Que tengan un buen día.

lunes, 22 de abril de 2024

6. Mis andanzas napolitanas

El último post se me fue en glosar la figura de mi amigo Gianni Rondinella. Pero yo sé que muchos de los lectores de este blog quieren que les cuente alguna cosa más de la ciudad, para tener referencias en caso de que se decidan a visitarla (algo que les recomiendo encarecidamente). Vamos a ello. Se trata de contar tres días, jueves, viernes y sábado de la semana pasada, en los que sucedieron bastantes cosas divertidas de rememorar. El jueves, como les conté, Gianni vino a recogerme en su moto y me llevó por todo el tráfico napolitano hasta la plaza de Dante para desayunar en una terraza. Allí ya nos sucedió la primera cosa curiosa. Resulta que, al parecer, el típico desayuno italiano es el caffé con cornetto. Aquí llaman caffé a lo que en buena parte de Italia se conoce como un ristretto, es decir, una infusión todavía con menos agua que el expresso. En Nápoles pides caffé y te traen ese minúsculo y fuerte brebaje. Si quieres otra modalidad, has de pedir un machiatto (como un cortado), un capucino (como el café con leche pequeño) o un caffelatte, más grande, que es el que yo tomaba en Bologna. Pero aquí me dejé aconsejar por Gianni y pedimos dos caffés.

En cuanto al cornetto, es una especie de croissant relleno con crema  pastelera y una guinda confitada. Cuando nos lo trajeron, mi café era apenas un culillo de una cosa amarga y densísima. Gianni vio mi gesto de desagrado al probarlo y entró a pedirme un poco de leche, porque yo no me pongo azúcar y aquello era demasiado duro para mí. Al rato salió el camarero con una jarrita de leche diminuta, la más pequeña que he visto en mi vida. Con ella, habían cogido leche de una jarra de las que tienen para el capuchino, o sea, que casi todo era espuma. Intenté verter algo en mi taza y cayeron, sin exagerar, dos gotas. Gianni se tronchaba de la risa al ver mi cara de estupefacción. ¿Qué pasa –le dije– que están tratando de batir un record Guiness de la jarra más pequeña del mundo? Mi amigo dijo que ese momento teníamos que inmortalizarlo, y abajo tiene la serie de fotos que me sacó.




Terminado el desayuno, Gianni se fue a trabajar y yo empecé a visitar la ciudad, con sus indicaciones. En la misma plaza de Dante, hay una puerta monumental que da acceso a la Vía Tribunali. Esta calle, que es el antiguo decumanos de los romanos, se interna muy recta en el callejero napolitano. En realidad fueron los griegos los que trazaron esta calle, aunque ellos no la llamaban decumanos, sino platea. La Vía Tribunali es el decumanos principal, pero hay otro inferior, paralelo y había uno superior que no se ha mantenido. El decumanos era el eje principal de las ciudades y poblados romanos, a menudo con otro perpendicular, el cardum, en cuyo cruce se generaba la plaza central del asentamiento. Empezando a caminar por esta estrecha y larga vía, me encontré con uno de los múltiples murales dedicados a Maradona que hay por toda la ciudad. Esta es una ciudad de gente muy dada al culto, tanto cristiano, como pagano-animista anterior, y ahora Maradona es su nuevo Dios. Vean unas imágenes.



En Nápoles se puede bromear sobre cualquier cosa, menos sobre Maradona. Maradona es intocable. ¿Cómo se explica esto? ¿Son los napolitanos tontos, primitivos o, como ellos dicen, bruti? Nada de eso. Maradona aterrizó en Nápoles en julio de 1984. Venía de jugar en el Barcelona, de donde se dice que tuvo que salir por piernas porque la policía nacional estaba a punto de detenerlo por sus líos con el narcotráfico (era ya un verdadero drogadicto). Pero en Nápoles conectó perfectamente con una afición que tenía antiguas reivindicaciones. Nápoles es la capital del sur de Italia. Y aquí hay un viejo resquemor. Cuando la unificación italiana, el reino de las Dos Sicilias, capital Nápoles, era el más rico de todos. Sin embargo, los gobiernos nacionales posteriores se dedicaron a extraer las riquezas del sur para apoyar la industrialización del norte (en torno a Turín, sobre todo) y el sur italiano fue poco a poco empobreciéndose. Este proceso se agudizó después de la Segunda Guerra Mundial.

Además, Nápoles es la tercera ciudad en población, por detrás de Roma y Milán, y por delante de Turín y Palermo. Pero en las otras cuatro hay dos equipos de fútbol (como en las mayores ciudades de España) y en Nápoles el fútbol es, a falta de otras señas de identidad más potentes, el aglutinante del sentir local. El Nápoles es más que un equipo para los napolitanos, todos a una con su club. Cuando llegó Maradona en 1984, ningún equipo del sur había ganado jamás el Calcio, que es como se llama la liga italiana. A menos que consideremos equipo del sur al Cagliari, algo bastante dudoso y que en todo caso lo había ganado una sola vez. Con Maradona, el Nápoles ganó el campeonato en 1987 y lo revalidó en 1990, además de ganar la Copa de la UEFA en 1989. Eso fue el éxtasis para todos los napolitanos.

De hecho, ningún otro equipo del sur ha vuelto a ganar el Calcio hasta que el propio Nápoles lo conquistó el año pasado, después de 33 años de espera desde el último de Maradona. ¿Que era un drogadicto y un tipo nada recomendable? Desde luego. ¿Y qué? En la ciudad hay numerosos murales del ídolo como los que han visto arriba y los van a visitar los colegios con los chicos de todas las edades enfundados en las camisetas azul celeste con el diez a la espalda, seguramente la camiseta más vendida del mundo.

Bien, seguí caminando por la Vía Tribunali, hasta que un cartel llamó mi atención: entren y vean la capilla única en el mundo dedicada a la obra de Caravaggio. Siendo este uno de mis artistas fetiche, entré. En la puerta me dijeron que tenía que comprar un ticket en la bigliettería de enfrente. Costaba 10€. Me pareció un poco caro, pero adquirí uno. Entonces pude entrar. Era una capilla pequeña y redonda con numerosos cuadros por todo el perímetro. Y de Caravaggio había exactamente un cuadro. El que ven en la foto de abajo. Otro de Luca Giordano y los demás de autores desconocidos para mí. Le hice una foto y salí.

Un auténtico Caravaggio, con sus claroscuros y sus escorzos característicos, pero diez euros era una estafa. Seguí caminando y, casi al final de la vía, me encontré otro cartel: entren y visiten la gran capilla de Caravaggio, etc. Me acerqué a la bigglietería, donde me recibió una chica joven, guapa y de ojos risueños. Señorita, discúlpeme la pregunta, pero ¿cuántos Caravaggios hay en esta iglesia? Sus ojos se achicaron todavía más, de la risa, cuando me contestó que uno sólo. ¿Y cuánto cuesta entrar a verlo? Lo han adivinado: 10€. Le dije entonces que daba la casualidad de que acababa de ver otra capilla gemela de esta y ya me habían soplado otros diez euros por ver un solo cuadro del maestro. Ya con una carcajada franca, me explicó que en la ciudad de Nápoles sólo hay tres Caravaggios y han decidido exponerlos de esta manera, arropados con obras de sus discípulos. Obviamente, decliné la posibilidad de entrar en esta segunda iglesia.

Ya lo ven, otra de las estrategias de los locales para sacarle los cuartos al turismo tóxico del que les he hablado. A los yanquis no les importa pagar esa estafa, diez euros no son nada para ellos. Por cierto, Gianni me contó que los Borbones tenían aquí cuatro palacios, uno para cada estación y que en uno de ellos que está fuera de la ciudad hay bastantes obras auténticas de Caravaggio, pero hay que salir fuera para verlos y ajustarse al horario de visitas del palacio, que abre de vez en cuando.

Cuando se terminó la Vía Tribunali, callejeé un poco hacia la derecha hasta encontrar la cabecera del decumanos inferior. Esta calle, larguísima, tiene varios nombres por trozos en el callejero, pero los napolitanos la conocen como Spaccanápoli. Spaccare es cortar algo sólido, como carne o pollo con el cuchillo de cocina más grande de la colección, levantándolo para hacer más fuerza. Spaccanapoli es ahora el centro de la vida nocturna y diurna de la ciudad. Más abajo les mostraré una imagen aérea, para que vean que la denominación es merecida. Al comienzo de la calle, hay muchas tiendas de figuritas de belenes, que se venden todo el año. Entré en una y fotografié esta minúscula reproducción de la Última Cena de Leonardo.

Por Spaccanapolí volví a la Vía Toledo y caminé hacia mi izquierda, hasta desembocar en la parte más monumental del centro, con la Piazza del Plebiscito, la Galería comercial cubierta Umberto I, el Café Gambrinus, el más bonito de la ciudad, pero siempre atestado de turistas y el balcón sobre el mar. Hice una foto de la plaza y un vídeo de la galería que les pongo abajo. Cuando andaba viendo el mar, me llamó Gianni para quedar a comer. Le esperé en una terraza tomando un Aperol Spritz y luego fue cuando comimos pasta e patate y subimos al mirador de Pizzafalcone.

Me despedí de Gianni y caminé hasta mi hotel, donde me eché una siesta y luego estuve un rato escribiendo parte de mi post anterior. Al atardecer, bajé a caminar de nuevo, alcancé la Vía Toledo y me interné por la noche de jueves, llena de chavales disfrutando de su juventud a lo largo de Spaccanápoli y otras calles. Encontré una pizzería con una terraza muy bonita en la piazza San Doménico Maggiore. Se llamaba Petrucci y me obsequié con una pizza salchichia e friarielli, que estaba extraordinaria. Por si no lo saben, los friarielli son exactamente grelos, o sea que una pizza con sabor a mi tierra. Desde allí me retiré al hotel, subiendo la cuesta del Montecalvario.

El viernes me levanté pronto, me duché me vestí y salí a buscar la parada del funicular de Montesanto. En ese medio de transporte subí al Castillo de San Telmo, desde donde se domina toda la ciudad. Algunas imágenes de la enorme fortaleza, construida por Charles de Anjou en el siglo XIII. La visita es larga porque hay diversos museos dentro y algunas obras de arte interesantes, como el reloj loco que les muestro abajo, una representación de la aceleración de estos tiempos líquidos que nos ha tocado vivir.






Pero lo mejor eran las vistas de la ciudad desde arriba. Hice muchas fotos, pero les he seleccionado unas pocas. Una genérica, otra donde se aprecia perfectamente el tajo del Spaccanápoli, una tercera con la isla de Capri al fondo y una más para que vean que aquí, hasta las familias aristocráticas tienden la ropa al aire.




La bajada se puede hacer a pie, por una vía peatonal que se llama la Piedamentina. Es muy larga y con el suelo de basalto doblemente cansada. Abajo, entré en una pastelería y me comí una sfogliatella, el dulce más típico de Nápoles. Me encontré entonces un poco cansado y decidí subir al hotel a descansar un poco. Allí estaba, escribiendo y enredando, cuando me llamó Gianni para citarme a comer de nuevo. Quería mostrarme un restaurante realmente especial, la Antica Trattoría di Capri, en el propio Barrio Español, a diez minutos de mi hotel. Él vino con su moto y entramos. Es un viejo restaurante, desconocido por los turistas, que tiene una especialidad fabulosa: Pasta e Fagioli alla Pescatora. Se trata de un guiso de pasta y fagioli (judías blancas) con mejillones, gambas y almejas, que se cocina en una olla de barro. Cuando ya está hecho, lo tapan con una base de pizza, que se impregna de los vapores del guiso, y así te lo sirven, como una especie de buñuelo o calzone gigante. Está delicioso. Una vez en la mesa, cortan la masa de pizza, te sirven los platos y te lo dejan allí por si quieres repetir. Vean la secuencia,






Tomamos un café cerca de la piazza del Plebiscito y me despedí de Gianni, salvo cambio de opinión al día siguiente. El sábado él había quedado con unas amigas que venían a verle desde Turín y luego tenía que llevar a su hijo a jugar al fútbol. Después de esta visita, hemos reforzado nuestra amistad para siempre. Con la comilona, decidí subir de nuevo al hotel para terminar el post y descansar de nuevo. Y allí me llegó una noticia de Madrid. Para los que no lo sepan, el 31 de enero me extirparon una serie de granitos de cabeza y pecho, que habían mandado a analizar al laboratorio de anatomía patológica. A medida que los resultados se iban retrasando, más me iba convenciendo de que no tenía nada serio; si fuera al contrario me habrían llamado enseguida. En esa convicción, decidí salir a este viaje que tanta ilusión me ha generado. Incluso me había llegado a olvidar del tema.

El viernes me llegaron los resultados: todo era benigno. Estoy hecho un mulo, como Tony Leblanc. Hablé con mi médico y amigo Alfonso, que había entrado en mi historial y mirado los resultados. Y me dijo que lo celebrara a su salud, con un limoncello. Ya de noche, bajé a la vorágine de Spaccanápoli y busqué primero una heladería. Tras el helado, me senté en una terraza a tomarme un Aperol Spritz, que en Nápoles te lo ponen siempre con unas tapas generosas. Suficiente para cenar después de una comilona como la del mediodía. Y cerré con el limoncello. Un par de fotos de la escena.


El sábado tenía todo el tiempo del mundo, así que aproveché para hacer mi sesión completa de yoga, luego me duché, me comí un plátano y bajé a tomar un café por cerca de Plebiscito. Estaba lloviendo de forma intermitente. Tras el café, me llamó Gianni, ofreciéndome bajar a recogerme con la moto para ir al barrio de la Sanitá, que le quería enseñar a sus amigas turinesas. Acepté como es natural y resultó que las chicas eran estupendas: Pina, Cristina y Paola, todas de la edad de Gianni, de viaje de fin de semana largo. El barrio de Sanitá está en la otra punta de la Vía Toledo y es un barrio de clase media, muy interesante, con unos patios característicos como el que les muestro en la foto. Más abajo pueden ver el remedio que usan los napolitanos cuando llueve, para proteger la ropa tendida.



Después, Gianni se fue a cumplir con su hijo y nos volvimos a despedir efusivamente. Y yo me quedé con las chicas para ir a ver el Museo del Acqua. Caminamos hasta la Vía Tribunali donde está este interesante museo, que sólo se puede ver en visitas guiadas. Nos dieron turno para las 14.30 y yo aproveché para comerme un sándwich en una charcutería, compuesto por un panecillo redondo, de los que en Nápoles llaman tartarugas, relleno con jamón de Parma y mozarella. Las chicas no comieron nada, porque habían hecho un desayuno pantagruélico y ya aguantaban hasta la cena. El museo es todo subterráneo, se va bajando por escaleras y se visitan las cuevas en las que almacenaban el agua los griegos y que luego se usaron durante la Segunda Guerra Mundial como refugio antiaéreo, puesto que Nápoles fue la ciudad más bombardeada de Italia (por americanos e ingleses). Más de 400 bombardeos sufrió.

El guía, en italiano, era muy bueno y las chicas me ayudaban con lo que no llegaba a entender. Finalizada la visita, me despedí de las chicas. Nos hicimos varias fotos juntos, pero no me las han mandado. Caminé al hotel y me dispuse a pasar la tarde allí. El domingo debía madrugar mucho y tenía que dejar hecho el equipaje. Además quería ver en el ordenador el partido del Dépor, que camina con paso firme hacia la Segunda División. El partido era a las siete y mi equipo del alma ganó por dos a cero y mantiene la distancia de seis puntos sobre sus perseguidores. Había comprado algo para cenar en la habitación y me acosté pronto.

Y esto es todo. No se quejarán de la información que les he facilitado sobre la ciudad de Nápoles. Para que se animen a visitarla. Por cierto, el sábado el ambiente ya era otro: las hordas de turistas de fin de semana habían invadido todos los espacios. Pero este post no podría terminar sin una canción más de Renato Carosone. He seleccionado para ustedes esta desternillante Stu Fungo Chinese. Es un hongo que crece y crece dentro del vaso y quando la sposa bebe l’infuso, siente una cosa y dice; huy, qué es esto, qué es esto. Con este hongo no se necesita penicilina, ni siquiera estreptomicina, el problema es que finalmente te lleva a enamorarte. Que pasen una buena noche.