viernes, 31 de mayo de 2024

21. Un día feliz en las antípodas

Pues sí señor, para qué les iba a decir otra cosa. Hoy he dispuesto de un día entero para vagabundear a mi aire por una ciudad nueva para mí, sin más requerimientos que los que me dictaba la propia deriva del día. Porque ayer llegué a Auckland (Nueva Zelanda) y mañana ya tengo un programa cerrado que les contaré más abajo. Pero hoy era un día en el que ni debía cumplir con nadie, ni tenía gestiones pendientes de las que ocuparme. Y encima ha hecho un tiempo estupendo para andar por la calle zascandileando. Pero vamos por partes.

Ayer, día 30 de mayo, me levanté en mi cuarto del Great Southern Hotel de Sydney, me duché, terminé de hacer mi equipaje y bajé a desayunar un café con tostadas en la cafetería del hotel. Después, cogí el petate, caminé hasta la cercana Estación Central, y tomé el tren del aeropuerto. Esta vez, en vez de tres paradas, eran cuatro porque debía llegar a la terminal de vuelos internacionales. Allí me dirigí al mostrador de LATAM, la aerolínea chilena que debía llevarme a Auckland, en donde había una cola considerable. Me hicieron mostrar el registro para entrar en Nueva Zelanda y el resguardo del billete de salida del país y, solo entonces, me dieron la correspondiente tarjeta de embarque en papel. Entre unas cosas y otras, no me quedó mucho tiempo antes de subir al avión.

El vuelo fue plácido, unas tres horas y pico sobrevolando el llamado Mar de Tasmania y a la hora prevista aterrizamos en el aeropuerto de Auckland. Allí, los trámites para entrar fueron sencillos, aunque he de reconocer que esta vez éramos muchos los que viajábamos sin equipaje facturado. Ya pasados todos los filtros, me dirigí al mostrador en donde vendían tarjetas SIM, con intención de comprarme una. Pero resulta que la única que tenían era para 30 días, cuando yo sólo voy a estar 5 en Nueva Zelanda. No era muy cara, pero me pareció una estafa, yo sé que existen tarjetas para menos tiempo, las he tenido en Malasia y en Japón y me molestó que la chica me dijera que no iba a encontrar otra más barata. Eso es lo que dicen todos.

Así que pasé de tarjeta SIM. Pero eso llevaba un problema aparejado: no podía ayudarme con el Google Maps para llegar al hotel. Pregunté por el bus y me dijeron dónde estaba la parada y que se podía pagar con la VISA. Pero no sabía cómo tendría que hacer para llegar desde el final del bus hasta el hotel. Entre eso y que el bus tardaba en llegar, era ya de noche y estaba lloviznando, decidí contravenir mis principios e ir a buscar un taxi. Es algo que normalmente me lo prohíbe mi religión, pero creo que fue una decisión acertada. Me pilló un taxista indio que tenía taxímetro y que me cobró bastante, porque el aeropuerto está muy lejos de la ciudad, pero una hora después me dejaba en la puerta del hotel. Me inscribí, subí mis cosas y listo. Arriba me descargué el mapa sin conexión de Auckland, previsión que no había tenido el día anterior, porque no sabía que esta vez no me compraría una tarjeta SIM.

El hotel es estupendo, bien situado y confortable. La chica de la recepción me dio un plano de la ciudad en papel y me prestó un adaptador de enchufe porque, miren ustedes por dónde, en Nueva Zelanda vuelven a ser diferentes, sólo de dos patillas, pero inclinadas, no paralelas como las de Japón. Descansé un poco y enseguida salí a caminar bajo la tenue llovizna nocturna. Es momento de hacer unas precisiones geográficas, aunque este tema voy a desarrollarlo en un post que promete ser muy jugoso, cuando me disponga a tomar el vuelo siguiente. Auckland está exactamente en las antípodas de Madrid. Es decir, que en realidad se puede pensar que ya he hecho la mitad del viaje; ahora me queda empezar a volver por el otro lado y demostrar de una vez que la Tierra es esférica.

En rigor, la diferencia horaria debería ser, pues, de 12 horas, la mitad de las 24 que tiene el día. Pero lo cierto es que son 10, yo estoy escribiendo esto a las 8 de la tarde, cuando en Madrid son las 10 de la mañana. ¿Por qué? Pues por el famoso tema de nuestro desfase de dos horas respecto al horario solar (que es sólo de una en Canarias, Portugal y Gran Bretaña). Los neozelandeses se ajustan estrictamente a la hora solar. ¿Y eso qué significa? Pues que a las cinco y pico de la tarde se hace de noche y todo el mundo se recoge en sus casas, excepto los que quieren salir de marcha. Las calles que yo me encontré anoche estaban vacías, algo que ya me habían anunciado mi hermano Pepe y otros amigos que estuvieron en esta ciudad. En Sydney, bien entrada la noche hay familias con niños paseando por el muelle, viendo las luces y comiendo helados. Aquí sólo están en la calle los que salen de juerga.

Con el mapa de papel y el Maps sin conexión que me había descargado, más las indicaciones de la chica del hotel, bajé por una ancha avenida hasta coger la Custom Avenue. Es esta una calle como de circunvalación, que te lleva al comienzo de la calle Queens, verdadero eje norte sur de la ciudad. Pero, al llegar a esta amplia calle, en vez de bajar hacia el sur para recorrerla, un instinto me llevó hacia el lado contrario, el lado del mar. Había por allí luces, espacios peatonales y un poquito de animación. Lo que más había eran tiendas, todavía abiertas, pero encontré un bar bastante animado, que se anunciaba con el inequívoco nombre de Eat and drink late, comer y beber tarde. Hice mis tres preguntas de rigor: ¿Se puede pagar con tarjeta? ¿Tienen cerveza de presión? ¿Tienen WiFI? Ante las tres afirmaciones, accedí al local.

Era un sitio agradable, mesas de madera, luz tenue, música no demasiado alta y servicio esmerado. Consulté la carta y elegí una ensalada de tofu que tenía brotes de soja, repollo cortado muy fino, almendritas y pepino, más los pertinentes tochos de tofu refrito y una salsa teriyaky que le daba a todo un punto buenísimo. Y una cerveza local IPA de presión que estaba muy buena. Me supo a gloria porque, aparte de mi café con tostadas del desayuno, sólo había comido lo que me dieron en el avión, que no estaba mal pero era bastante escueto. Y, aprovechando el WiFi del lugar, me puse en comunicación con mi contacto local, del que ahora les hablo.

En mis primeros programas del viaje, yo tenía claro que quería pasar por Melbourne para ver a Samantha Fish, y visitar Sydney, una ciudad que tenía muchas gas de conocer (y en la que luego me salió el contacto de Eoghan Lewis). Y lo siguiente era Santiago de Chile, donde tengo una amiga de la que ya se hablará. Casi antes de empezar a planificar nada, me aseguré de que había vuelos que cruzaran el Océano Pacifico. Los había, desde hacía bastantes años, de la compañía chilena LATAM. Pero, con motivo de la pandemia, se habían suspendido. Y ahora se acababan de reanudar, concretamente en noviembre pasado. Un primer ladrillo sobre el que edificar todo este tinglado. Lo que pasa es que todos los vuelos a Santiago, tanto desde Melbourne como desde Sydney, hacen escala en Auckland, lo cual se deduce de forma lógica con un simple vistazo al mapamundi.

Así que de ahí vino lo de parar en Auckland unos días. Aunque, como les he dicho más arriba, todo el mundo me advirtió de que Auckland es una ciudad sin demasiado interés; que lo bonito de Nueva Zelanda es el campo, los paisajes y las áreas rurales (pero mi viaje es eminentemente por ciudades, como he proclamado desde el primer día). Entonces me salió un contacto en Auckland. Mi amigo Gonzalo López, que vive en San Diego (USA) y a quien ya presentaré cuando toque, me dijo que conocía alguien aquí. Le escribió y el tipo se mostró eufórico de que yo viniera a visitarle. Este hombre, se llama Luis Casares, es cubano y tiene 78 años. Todo un personaje, a quien voy a conocer mañana y que yo creo que se merece un post en exclusiva, si es que me autoriza a contar su historia.

Por mail, me contó que estaba encantado de que, de una puta vez, viniera alguien a visitarle. Alguien con quien poder hablar en español, que aquí es un idioma que nadie habla. Le conté mi caso, le dije que para mí era una ocasión única de visitar algunas áreas rurales que por mí mismo nunca vería. Que yo no soy reacio a ir al campo, siempre que me lo enseñe alguien más experto y luego volvamos a la ciudad a dormir. Me contó entonces que él tenía un carro, con el que me podía llevar a ver diferentes santuarios maoríes no muy lejanos de Auckland. Pero que tenía que llevarlo al taller, porque estaba muy viejo y mal mantenido. Y además, regularizar el seguro. Ambas cosas son un clásico para un cubano. El caso es que, cuando lo contacté desde el Eat and Drink Late, me contestó que el coche no se lo daban hasta esta tarde, por lo que el primer día de mi estancia me lo dejaba para que yo me valiera por mí mismo.

Así que pagué mi cena y volví andando a mi hotel bajo la lluvia que ya arreciaba. Y hoy tenía el día libre para enredar a mi aire por esta ciudad que ayer apenas pude ver entre la poca luz de la noche y la lluvia. Hoy me he levantado y me he ido directo a la ducha. Y, miren por dónde, este cuarto lo que tiene es una bañera, que no desagua demasiado bien. Al final de mi ducha, tenía el nivel del agua por los tobillos, con bastantes restos de jabón. Y eso me ha permitido observar por primera vez que es cierto lo que se dice: que en el hemisferio sur el agua se desagua girando en sentido reloj, al revés de lo que sucede en nuestras tierras. Un alucine. Luego, me he vestido y he bajado a desayunar a un Café Gilli que descubrí anoche al volver y prometía bastante. En el hotel hay bufet, pero es muy caro y no me molan nada los desayunos con beicon, salchichas y sobredosis de mantequilla que se zampan por estas tierras y por eso están tan gordos.

Después de desayunar, he vuelto un momento al hotel y le he planteado a la chica un problema. Resulta que yo llevo mes y medio fuera de casa, no llevo equipaje a facturar como les dije y, en consecuencia, no puedo llevar unas tijeras de peluquero. Y mi bigote crece y crece hacia abajo empezando ya a ser molesto. Desde el arreglo que me hizo el peluquero Ahmed en Estambul, no me lo había podido recortar. Pregunté en algunas peluquerías que me salían al paso, pero los tipos fueron bastante poco empáticos conmigo. Todo eso le expliqué a la chica de la recepción, como contexto para pedirle que me prestara unas tijeras. Muerta de risa, me dijo que sólo tenía unas de cocina, que me mostró. Le dije que eran perfectas y subí con ellas al cuarto. Y van a ver el proceso.

Así estaba yo hasta esta mañana, que les juro que la otra noche que me comí una cena muy picante en un tailandés, llegué al hotel con el bigote rojo y una vergüenza enorme.

Y así estaba esta mañana, listo para la operación.

Y aquí tienen el resultado. No me digan que no notan el cambio. Cuando le he devuelto las tijeras, la chica de la recepción se reía ya a carcajadas. Dice que estoy mucho más guapo. Con esa tarea cumplida, he bajado a la ciudad feliz como una perdiz y dispuesto a comerme el mundo. Esta vez he alcanzado la Queens Street y la he tomado hacia el sur. Es una calle similar a la George Street de Sydney, pero con tráfico, si bien recientemente le han hecho un cambio de sección en el sentido en el que van los tiempos. Han dejado un par de carriles centrales, uno por sentido, para autobuses y coches (aquí no hay tranvías) y el resto es para dos aceras muy amplias, una hilera de aparcamientos y un carril bici generoso. Y muchos árboles, por supuesto. He hecho algunas fotos por allí, que les muestro.




Auckland es una ciudad con bastante actividad de oficinas y comercio. Tiene un millón y medio de habitantes y es un lugar de currantes, en el que apenas hay turistas, porque tampoco hay mucho que ver. Callejeando por allí he localizado un bar con aspecto atractivo. Se llamaba El Occidental, tenía mesas de madera corridas en el exterior y anunciaba como especialidad los mejillones, en distintas recetas. Estaba cerrado, pero ya se me ha quedado fijado en la memoria. Mi primer objetivo hoy era subir al Sky City Tower, la torre de comunicaciones de la ciudad, que tiene dos miradores panorámicos, en los pisos 51 y 60. Una foto desde abajo, algunas de las que he hecho desde arriba y hasta un vídeo para que vean los trozos que hay con suelo de cristal.





La visita es una turistada, pero merece la pena. Se ve muy bien que Auckland es una península, como La Coruña y que incluso el aeropuerto está en una isla por la que se llega a través de un largo puente en el que nos había pillado un atasco tremendo. Pero seguí mi camino hasta el segundo objetivo del dÍa: el Museo Marítimo. Es un edificio que está en pleno muelle, para el que se ha de pagar una entrada, igual que para el Sky City Tower. Pero es muy interesante toda la serie de canoas maoríes que te muestran, más las maquetas de barcos de los blancos, que llegaron por aquí a partir del siglo XVI, primero españoles y portugueses, luego los holandeses y por fin los ingleses que se quedaron con todo. También hay una sección dedicada a los balleneros que dieron bastante riqueza al país. Y otra a los barcos que traían emigrantes de todas partes del mundo.

Una cosa que yo no sabía, aunque tiene toda la lógica del mundo: los pueblos que habitan toda la Polinesia, desde Haway a Nueva Zelanda, pasando por Tahití o la Isla de Pascua, tienen todos un origen común; provienen de enormes migraciones procedentes del sureste de Asia, de la zona de Vietnam-Camboya-Laos. Estas migraciones tuvieron lugar entre hace 5.000 y 6.000 años y supusieron retos marinos descomunales. Es increíble que con los medios de que disponían pudieran llegar tan lejos. Y, desde luego, eso explica sus ojos rasgados y demás señas de identidad comunes con las razas asiáticas. Dentro de eso, parece que Nueva Zelanda fue el último territorio alcanzado y, sin embargo, allí es donde se desarrolló la cultura más poderosa, la de los maoríes, sustentada en una raza muy fuerte, unos territorios más grandes que los demás y con recursos agrícolas potentes.

Cuando llegaron los occidentales, el pueblo maorí era muy fuerte y de hecho nunca han sido derrotados. Ahora han logrado un estatus muy alto, están integrados en la sociedad neozelandesa, hay maoríes en las universidades y en todos los niveles empresariales y su lenguaje es co-oficial con el inglés. En todos los edificios administrativos y culturales los letreros están en los dos idiomas. Y en el rugby, que es el deporte nacional, los maoríes son clave con su danza ritual, la conocida haka, que ejecutan antes de cada partido de su selección para intimidar a los contrarios. De todo esto se aprende en este interesante museo, en el que tomé un par de fotos de las embarcaciones maoríes, con un estabilizador lateral clave para gobernar el barco y una esmerada construcción en madera.


Salí del museo y me di un largo paseo por la parte del puerto que está abierta al público, un recorrido que me trajo muchas imágenes, sonidos y aromas de mi infancia, cuando paseaba por el puerto de La Coruña. Un par de fotos de este paseo.



Me entró hambre y me vinieron a la mente las imágenes del bar de los mejillones. Pasé de largo por delante de otros bares con buen aspecto y llegué a El Occidental. La respuesta positiva a mis tres preguntas (pagar con VISA, cerveza y WiFi), me llevaron a sentarme en una de las mesas exteriores; hacía una temperatura perfecta. Finalmente era un bar belga, con diversos grifos de cervezas de esa tierra, entre los que elegí una pinta de Hoegaarden, que es una de las marcas belgas que más me gustan. Y me pedí media de mejillones con la receta que me recomendara el chico que me sirvió. Me los sacó al vapor y con una salsa de nata muy buena. Además te ponen un bol de patatas fritas con un cuenquito de mayonesa, a la manera belga. Me sentó todo fenomenal y me subí a echarme una siestecita al hotel.


Me estaba despertando cuando tocó a la puerta la chica de la limpieza. Le pedí un minuto, cogí mis cosas y salí a por mi tercer objetivo del día: la Auckland Art Gallery. Es un museo que está también al alcance de un paseo desde el hotel. Es gratuito y está en un edificio pequeño pero muy coqueto, que verán abajo. Lo más interesante que tiene es la colección cedida por los Robinson, una pareja de millonarios locales que se dedicaron toda su vida a comprar arte. Incluye desde impresionistas hasta cubistas, Picassos y Dalís. Por lo demás, hay bastantes obras de artistas locales actuales, entre ellas una de mi escultora favorita Francis Upritchard a la que también le hice una foto.


Estaba ya anocheciendo cuando me subí de vuelta al hotel y me puse a escribir este post. El Internet del hotel va regular y me estaba costando bastante subir las fotos. De pronto he mirado el reloj y pasaban de las nueve. Me he vestido corriendo y he bajado a buscar algo para cenar, porque con los mejillones tampoco me había llenado mucho. Para no perder más tiempo, he vuelto al Eat&Drink Late, pero ya habían cerrado la cocina y se estaban preparando para dar sólo bebidas. Ayer se conoce que les visité más pronto. De todas maneras, ese horario contradice el nombre que se han puesto. Aunque puede que todo se debiera a que es el Friday Night y hoy había una animación muy superior a la de ayer.

En efecto, había mogollón de chavales caminando arriba y abajo, bares abarrotados de los que salía un estruendo considerable, pandas de chicas bastante escotadas y minifalderas chillando con voces agudas. Y coches con el reggaetón a todo volumen. Al fallarme el bar al que iba, me acerqué al paseo marítimo a ver si pillaba algún sitio donde me dieran algo. Encontré uno al fin, donde me comí una hamburguesa y con eso ya me volví caminando a mi cubil a terminar este post para ustedes. Mañana he de estar a las 9 en punto en la puerta del hotel. Mi amigo Luis Casares vendrá a recogerme con el carro ya puesto a punto y el seguro en condiciones. La cosa promete. 

miércoles, 29 de mayo de 2024

20. En Sydney, la ciudad perfecta

Llegué a Sydney el domingo 26 de mayo, ya bien entrada la noche, encontré mi hotel y me fui de cabeza a dormir. El hotel está muy cerca de la Estación Central, se llama el Great Southern Hotel y es un edificio antiguo pero bien mantenido, con una especie de elegancia o categoría que esta ciudad rezuma por todas partes. Me levanté y bajé a recepción, donde pregunté si podía desayunar (no estaba incluido en mi reserva). Por supuesto que sí: había dos modalidades: bufet completo por 15 australian dollars, o café con tostada por 7. Para el lunes elegí la segunda, me dieron un ticket y con ese ticket pasé a la parte del comedor donde está la cafetera y las tostadas. 7 dólares australianos equivalen a 4,34 euros. Por ese precio, te pones todos los cafés que quieras, los zumos de avión que te apetezcan y las tostadas sin límite. Realmente es un chollo. Vean una imagen de la fachada del hotel, con esas letras que tanto se usaban hace unos cien años.

Volví a la habitación y me pasé allí toda la mañana, reservando vuelos y hoteles para los siguientes pasos de esta aventura, que ya se irán contando. Entre ellos uno que es decisivo para esto de dar la vuelta al mundo y comprobar que la Tierra es esférica. Este vuelo era el más problemático y aún lo pueden suspender. Pero yo lo tengo reservado y pagado. Terminé mis tareas a las dos de la tarde, una hora bastante intempestiva para buscar un restaurante. Así que bajé al bar de la planta baja del hotel. Allí tenían una oferta del día: un filetazo tipo entrecot con patatas y ensalada y una pinta de cerveza Carlton por 23 euros. Otro chollo. Me sentó de maravilla y, aunque el cuerpo me pedía subir otra vez al cuarto para una siesta, salí afuera y empecé a caminar hacia el norte. El hotel está en el número 717 de la George street, para entendernos: la calle de Jorge, que imagino que sería uno de los reyes ingleses.

La George st. es el auténtico eje norte sur del downtown de Sydney y termina justo en los muelles de la ciudad. Pero en esta avenida, que es muy ancha, la sección está dividida entre dos plataformas de tranvía que discurren por el centro y el resto reservado para los peatones. No hay coches. Según se va subiendo hacia el norte, uno ha de cruzarse con diferentes vías para coches, pero no se ve que haya grandes atascos o que la gente se ponga nerviosa con la conducción. Esta es una ciudad equilibrada, con sus medios de transporte públicos y privados bien compensados y mucho espacio para peatones, ciclistas y patinadores, que se ven por todas partes. Pero yo quería llegar hasta la famosa Ópera de Sydney y el Google Maps me desvió hacia el este, hasta encontrar un pequeño parque urbano, que se llama el Hyde Park. En la mitad norte de ese parque, hay unos ficus benjamina gigantescos, como no los había visto en mi vida. Y circulan por allí unos pajarracos bastante curiosos, que luego he sabido que son Ibis australianos. Unas imágenes más.




Desde el parque, bajé una cuesta pronunciada y allí apareció en todo su esplendor el magnífico edificio de la Ópera. Este es uno de esos monumentos, como el Partenón, que han de verse in situ, una foto no da idea de lo grandioso del edificio. Desde allí había todo un paseo marítimo de tres tramos en ángulo recto que iba bordeando el muelle del que salen todos los ferrys y barcos de recreo, el llamado Circular Quay. Estaba lleno de gente disfrutando del paseo, comiendo helados, haciéndose selfies o parando en las muchas terrazas para una cerveza o un refresco. Es un lugar muy popular, como los Bay Gardens de Singapur. Caminando por allí me encontré a un abuelo que tenía un guacamayo enorme y muy confiado, que se subía en los hombros de la gente que lo deseaba. El hombre no cobraba nada, simplemente hacía feliz al personal. No pude evitar ponerme a la cola y abajo tienen mis fotos. Por cierto, el loro estaba empeñado en mordisquear el botón superior de mi gorra de los bomberos neoyorkinos.


Continué hasta el tercer tramo del muelle, al pie del puente que comunica con el Sydney norte, al otro lado de la bahía. Desde allí hice unas cuantas fotos y un vídeo, aunque ya estaba anocheciendo. Veánlos.




Me tomé un helado muy bueno, mientras la noche caía sobre la ciudad y me llegué hasta el punto en el que ya no se puede pasar porque está cortado. Andaba por allí zascandileando, cuando vi una cara conocida y me fui a por él. Era Denny, el tipo que le cambia de guitarra a Samantha Fish, le mantiene los instrumentos afinados y se encarga de toda la logística. Iba de la mano con su pareja, que es la morena que salía en la foto de la celebración de fin de gira del grupo, haciendo la uve con la mano. Le dije que yo lo conocía, que era el segundo mejor fan español de Sam y que les había visto en Melbourne. Le sonaba mi cara y se rió con las cosas que le contaba, que estaba dando la vuelta al mundo y que tal vez volviera a coincidir con ellos en los USA. Le dije que a la salida del concierto me había quedado por allí a ver si podía saludar a Sam y esta vez sonrió abiertamente, como diciendo: no pide nada este pobre hombre.

Lo cierto es que yo sigo la Web de Samantha, sabía que no tiene más conciertos hasta el 6 de junio, ya en su tierra, y soñé que estaría por aquí unos días de vacaciones y que tal vez me la encontrara. Soñar es gratis, pero normalmente los sueños no se cumplen, aunque a veces sí. Al final, esto de ser fan de Samantha Fish es como ser del Deportivo: a veces te llevas una alegría. Pero, miren por dónde, a quien me encontré fue al bueno de Denny con su chica. Le dije adiós y emprendí el regreso al hotel. De camino, me compré un par de plátanos, unas frambuesas y un yogur griego con arándanos, como suelo hacer cuando he comido mucho a mediodía. El bar del hotel estaba animadísimo, así que subí a comerme mi fruta y mi yogur y, enredando por el cuarto después de cenar, se me representó con toda claridad la imagen de un gin-tonic.

Han de saber que no es una bebida habitual en mí, posiblemente sea el primero que me tomo este año y el segundo en los últimos cinco.  Y siempre es una bebida que me tomo con alguien, nunca solo hasta esa noche. Pero estaba muy contento, había trabajado mucho por la mañana, ya tenía la confirmación de que mi viaje de vuelta al mundo era posible y me había gustado mucho la ciudad de Sydney y tenía que celebrarlo. Así que bajé al bar y me tomé mi gin-tonic despacito, en medio de la juerga del personal que llenaba el lugar. Para estos momentos en que uno se siente tan bien, hay una canción que viene como anillo al dedo: es el Brown Eyed Girl que un jovencísimo Van Morrison publicó allá por el año 1967. Les voy a pedir que la oigan.

Con esa melodía en la cabeza y los vapores de la ginebra, me acosté, feliz como una perdiz. Y me estaba poco a poco adormilando, cuando escuché unos ruidos inequívocos, en una habitación cercana, o tal vez en un cuarto que tenía la ventana abierta (hace muy buena temperatura en esta ciudad). Eran unos grititos femeninos rítmicamente proferidos, en tono de i, no sé si latina o griega: i, i, i. Una sucesión sonora que revelaba claramente que por ahí andaba una pareja dedicada al noble menester de darle alegría a sus cuerpos macarenos. Pero, sobre el gritito agudo repetido rítmicamente, surgió, como una especie de tsunami arrollador el rugido de la otra parte de la pareja, que se elevó hacia el cielo como un trueno primigenio. Después un silencio breve, seguido de una conversación tranquila, en voz baja.

Uno, que se las da de escritor, ha de acreditar una cierta capacidad de fabulación y yo imaginé esa conversación con el tipo preguntando qué tal y la chica mintiendo como de costumbre: ha estado muy bien, ha estado muy bien (la repetición delata la mentira). Y no sigo, que en este blog entran niños, e incluso mi amiga Claudia Capuleto usa mis textos para dormir a su Jonás algunas noches. Me volví a adormilar, sin estar seguro de que toda esa escena no hubiera sido soñada. Y ese fue mi primer día en Sydney, suficiente como para entender que esta es una ciudad muy distinta de Melbourne.

Pensando sobre esto, ambas ciudades compiten en una lid muy similar a la que tienen La Coruña y Vigo, Ámsterdam y Rotterdam o San Sebastián y Bilbao, aunque en este último caso, Bilbao se ha cambiado de bando y ahora compite con Sanse en su misma liga. Es la eterna lucha entre las ciudades portuarias, trabajadoras y rudas y las más elegantes, finas y que viven un poco del cuento. Durante años yo tuve amigos de Ámsterdam y de Rotterdam. Y los de Rotterdam decían que los de Ámsterdam eran un bluff, que ellos eran los que sostenían a Holanda con su trabajo duro en los muelles y en la industria y el transporte de mercancías. Sin embargo, los de Ámsterdam, opinaban que sus competidores eran unos bastos, que no sabían hacer otra cosa que trabajar y trabajar como mulas y que el prestigio internacional de Holanda lo sostenían ellos con sus actividades creativas e imaginativas.

Bien, yo llegué a Melbourne y entre la bienvenida en el aeropuerto, las masas que acudían al partido de cricket, lo alto que gritaban todos y lo rudos que parecían, me formé una opinión que en principio extendí a todos los australianos. Melbourne es una ciudad interesante, pero intercambiable con cualquier urbe norteamericana un poco grande. Vamos, que si les sueltan a ustedes en el medio y les dicen que están en Cincinnati, se lo creen seguro. En cambio, Sydney es una ciudad especial, de una elegancia antigua. De una especie de alcurnia que, en parte me recuerda a Boston. Ustedes saben que Grace Kelly no surgió en Boston por casualidad, sino como la quintaesencia de una aristocracia de mucho nivel. Aquí en Sydney, todo el mundo camina tranquilo, no se ve a nadie apresurado y se ven unas mujeres que no es que estén liberadas, es que sus madres ya lo estaban. Un dato: antes de que se unificara la federación que conformó el estado de Australia, Melbourne era la capital de Victoria, y Sydney la de Nueva Gales del Sur, NSW. Tal vez la diferencia entre ambas ya existía en ese tiempo.

En fin, el martes 28, me levanté descansado y bajé a probar el desayuno completo, que viene a salir por nueve euros. Estudié a los demás huéspedes del hotel. Todo eran jubilados de ambos sexos, con un porcentaje bastante alto de parejas de gordos, con dificultades para caminar. Y me acordé de los ruiditos de la noche anterior. ¿Lo habría soñado? Y, justo cuando me estaba haciendo esa pregunta, entraron en la sala dos parejas muy jóvenes, estilo mochilero, los únicos en el hotel. La primera pareja entraba tranquila, el tipo con rastas, ella con un anillo en la nariz. La otra pareja llegó después; el chico, que venía delante miró en círculo buscando a sus amigos. Y cuando los vio, hizo una entrada triunfal, abriendo los brazos como suele hacer el futbolista Bellingham del Real Madrid cuando marca un gol y con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el gesto era más que el de un gol, era como si acabara de ganar la Champions. La chica venía unos pasos detrás de él, un tanto mohina y con cara de sueño. Así que, comprendí que mi fabulación había sido certera, no sé qué piensan ustedes.

Eché a andar hacia el norte, porque quería ver temprano la Ópera por dentro, antes de que la invadieran los turistas, y anduve un buen rato por allí. Las fotos que hice no superan a las que ustedes pueden encontrar en cualquier Web, el edificio es magnífico. Desde allí volví hacia el sur para visitar la NSW Art Gallery, que tiene una ampliación muy bonita, firmada por la pareja de arquitectos japoneses SANAA, autores también del Louvre de Lens, que visité el año pasado con mis hijos. De aquí sí que les muestro unas imágenes.




En el exterior había unas estatuas que me gustaron mucho. Son unos gigantes como de cinco metros, firmados por una tal Francis Upritchard, artista neozelandesa muy joven, radicada en Londres y, al parecer ya con mucho prestigio. Vean las fotos que tomé.



Caminé desde allí a la cercana Catedral de Santa María, que es un poco del estilo de la de Melbourne, pero mucho más bonita, un neo-gótico bastante vistoso. Más fotos.



Y rápidamente reanudé mi camino, porque tenía una primera cita con mi contacto en Sydney, el arquitecto Eoghan Lewis, que es el representante de Sydney en la red Guiding Architects y con quien me había puesto en contacto mi amigo suizo Werner. Eoghan organiza tours para arquitectos por la ciudad, pero me dijo que en estas fechas no tenía ninguno al que me pudiera sumar. Pero que podía ir a visitarlo a su estudio y comer con él. Eoghan es el típico arquitecto, de esa clase de personas que sólo parecen interesarse si se habla de arquitectura. Tiene un estudio bastante potente, con cuatro o cinco colaboradores, a los que dejó para comer conmigo en su bar habitual, un sándwich con agua para seguir luego trabajando.

Pero fue muy amable conmigo, me invitó al sándwich, se interesó por mi viaje y me dijo que su padre, que también es arquitecto, había perdido la curiosidad por el mundo y no se lo imaginaba haciendo un viaje como este, lo que le daba una cierta pena. No quise ser cruel y no le dije lo que pensaba: que alguien a quien sólo le interesa la arquitectura tiene más números para entristecerse que un humanista enredica como yo. Después, me preguntó muchas cosas sobre el funcionamiento de la red C40, que le interesaba mucho. Y me dio una copia de los planos que usa para sus visitas, por si me servían de guía en la ciudad. Tomamos un café y después él se volvió a su estudio y yo tomé el camino del hotel. Antes de eso nos hicimos unas fotos para la posteridad.


Descansé en el hotel lo justo, porque a las seis tenía otro sarao. Eoghan me había avisado de un coloquio con un joven arquitecto local, llamado Anthony Gill y el día anterior me había apuntado, pagando un dinero como externo. El acto tenía lugar en el edificio del Instituto Australiano de la Arquitectura, una especie de colegio de arquitectos. Caminé hasta el lugar, que estaba bastante al norte, entré y me encontré rodeado de arquitectos, la mayoría vestidos de negro, hablando de sus cosas. Había una pequeña barra en la que se podía uno servir cerveza y algunas cosas de picar. Saludé brevemente a Eoghan, que estaba atrás de todo, pero le dije que a mí me gusta sentarme delante. Lo de ponerme delante en conciertos y actos viene de cuando no veía un  burro a dos pasos por las cataratas.

El acto estuvo bien, era un chaval simpático, enamorado de su profesión, que se limitaba a contar cómo eran las obras que había hecho, fundamentalmente chalets. Le entendía regular, como a todos los australianos, pero las imágenes que mostraba eran muy expresivas. El acto estaba programado para dos horas y el tipo habló la hora que tenía preparada. Entonces subió al estrado una chica para coordinar el coloquio pero, salvo la propia chica y el que había presentado el acto al principio, nadie preguntó nada. Es que, que un arquitecto te cuente su obra no da para mucho debate. Así que el tema se cerró en hora y cuarto. Me despedí de Eoghan y seguí hacia el norte. Bajando unas escaleras accedí al muelle del Circular Quay, que volvía a estar animadísimo. Allí me di el capricho de montarme en un taxi-boat, un barquito que te da una vuelta nocturna de veinte minutos por los muelles, rodeando la Ópera y el gran puente. Es una experiencia chula, con la iluminación que tienen todas las piezas.

Había descubierto que la calle de Jorge empezaba justo allí, así que cogí la acera derecha y me caminé los más de 700 números hasta mi hotel. Paré un momento en un restaurante tailandés a comerme una sopa de productos del mar súper picante, que me sentó fenomenal. Y subí a acostarme. Esta vez no hubo ruidos extraños. Y hoy, día 29 miércoles, he desayunado otra vez café y tostadas y me he ido a ver uno de los recorridos que enseña Eoghan, la recuperación del barrio de Chippendale. Es bastante interesante y pude hacer bastantes fotos, pero en parte me alegro de no haber estado en un tour de mi nuevo amigo. Porque los arquitectos, te enseñan un edificio y te especifican: lo ha hecho Menganito. Y este otro lo ha firmado Zutanito. Les importa un rábano que no sepas quién es cada uno, para ellos es algo como reverencial. Vean algunas de mis fotos.




La última foto corresponde a una plaza central nueva, que le da bastante gracia al barrio, cuya ordenación está firmada por Norman Foster. Y en un lado hay un edificio de Jean Nouvel, que no es capaz de hacer algo del montón, siempre tiene que hacer algo espectacular y dar la nota. Véanlo abajo. 

Hombre, yo lo de que un edificio sea de Zutanito me importa un pimiento, pero si es Norman Foster o Jean Nouvel, ya no. O Renzo Piano. De este arquitecto italiano que me gusta mucho, había un edificio en la otra parte de la ciudad, ya casi en los muelles. Así que empecé a subir hacia el norte, paré a tomarme un ramen en un sitio que me gustó y llegué por fin al edificio de Piano: un rascacielos enorme, encajado entre otros edificios altísimos, lo que impide tener perspectiva para las fotos. El edificio se llama Aurora Place. Vean las fotos que pude tomar.




Un comentario. Siendo de Renzo Piano, arquitecto al que aprecio y admiro, el edificio tiene que estar perfectamente resuelto en todos sus detalles. Lo que no quita para que este señor se haya llevado por diseñarlo y construirlo unos honorarios que tal vez multipliquen por varios dígitos lo que yo he ganado en toda mi vida laboral. Dicho esto sin acritud alguna, sólo como reflexión de cómo es el mundo de la arquitectura de élite. En fin, como ya estaba al lado, volví a ver los muelles de Sydney sobre los que daba un sol de justicia. Es que, por tener, hasta tienen un clima mucho más benigno que Melbourne, donde el termómetro no subía de los quince grados: aquí llegaba todos los días a veinte. Y por cierto, por estas zonas es clave no olvidar darse el protector solar, porque parece que aquí no existe la capa de ozono.

Estuve un rato sentado por allí y emprendí el camino de vuelta, otra vez por la acera derecha de la George st. para recogerme pronto en el hotel a escribir para ustedes. Qué quieren que les diga, el otro día les di la chapa con Samantha Fish y hoy se la he dado con la arquitectura, no sé cómo me aguantan. Pero ya en serio: mañana vuelo temprano a Auckland, Nueva Zelanda. Y ya les aviso que este viaje está entrando en una fase que puede ser legendaria, como todo me salga según lo previsto. Para empezar, Nueva Zelanda es exactamente las antípodas de España. O sea que mañana voy a cumplir, más o menos medio viaje. Atentos al correo.