jueves, 16 de mayo de 2024

15. Últimos flecos sobre Japón (y Corea)

Pues tal vez no se lo crean pero, para mi serie de posts sobre Corea y Japón, he recortado un montón de pasajes para que los textos no fueran aun más largos. Como en el último de ellos no me quedó espacio para contar mis dos postreros días en Tokyo, pues voy a aprovechar para hacer un post, digamos, de ropa vieja, en términos culinarios, y recuperar algunos de estos textos especialmente divertidos. Por cierto, escribo en el avión Tokyo-Kuala Lumpur, en donde tengo ocho horas de vuelo y cuatro de autonomía del ordenador sin enchufarlo. Llegaré hasta donde pueda y ya lo publicaré en Kuala, porque aquí en el aire no puedo añadir fotos, sólo escribir mi texto en un Word para dejarlo listo para copiar y pegar.

La primera cosa que me viene a la cabeza. En Kyoto ya saben que cogí un hotel con encanto, como a veinte minutos andando hacia el sur desde la estación de tren. Por eso tenía mala cobertura de Orange, porque esto es ya fuera del centro urbano, que empieza precisamente en la estación hacia el norte. Y cada noche debía recorrer de vuelta esos veinte minutos a pie para regresar al hotel desde mis lugares de paseo más habituales. Y en cada uno de esos recorridos, pasaba por delante de un hotel más lujoso que el mío, que se llamaba el hotel Chisun, abajo tienen una foto que le hice. El nombre me hacía gracia por dos motivos. Recuerdo una película que se llamó Chisum, acabado en eme, en la que un viejo John Wayne interpretaba a un cowboy veterano con ese nombre, un tanto patético.

Pero sobre todo, me acuerdo de una compañera de trabajo a la que todo el mundo llamaba Chísun. Pero los jefes y todo, yo creo que había gente que ni siquiera sabía cuál era su nombre de verdad. Por ejemplo, se montaba una reunión y el jefe del departamento decía: que vengan también los administrativos, Chísun y los demás. Pues el origen del mote era el siguiente. Esta chica se cogía frecuentes constipados, cada vez que se resfriaba empezaba a estornudar y cada vez que estornudaba, decía: ¡¡Chísun!! Ya ven que era un mote merecido. En fin, si le hubiera añadido esta historia a mi post sobre Kyoto, hubiera resultado ya interminable. Y, por cierto, los japoneses, además de hacer un ruido horrible cuando sorben sus fideos del cuenco, son también muy estruendosos cuando tienen que estornudar. En su mentalidad, no piensan que tengan que reprimir una cosa natural como es un estornudo.

Es curiosa la diferencia entre japoneses y coreanos. Ambos son bastante parecidos, pero los coreanos, como que están más adaptados al imaginario occidental en el que se reflejan. En Corea se conduce por la derecha, los enchufes son como los nuestros, mucha gente sabe inglés y su idioma se basa en un alfabeto, creado en el siglo XV, en el que cada símbolo corresponde a un sonido determinado. Y sus libros son también como los nuestros, aún con su alfabeto diferente. Los japoneses en cambio conducen por la izquierda y se cruzan también al revés que nosotros en los tramos peatonales. En las escaleras mecánicas, hay que ponerse en el lado izquierdo, para dejar libre el paso a la derecha para los que van con prisas. Su idioma se escribe con ideogramas, a la manera china, que es bastante complicada. Y los libros están escritos en renglones verticales y se leen de atrás para adelante y de abajo a arriba en cada hoja.

Son cosas curiosas. A mí me queda la duda de cuál de los dos pueblos es más práctico. Y no sé qué decirles. En el Metro y demás sistemas de transporte público, a mí me resultó más fácil el mundo coreano, lo de Tokyo es muy complejo, si bien hay que reconocer que es una ciudad mucho más grande que Seúl. Tal vez lo más significativo de cómo son los coreanos es la forma que hasta hace poco tenían para medir la edad de las personas. No sé si lo saben pero, en todo el sureste asiático, los años no se cumplen, sino que se inician. En occidente, uno cumple años cuando ha terminado de vivir el año que cumple. Es decir, de un niño no se dice que tiene un año, hasta que no ha pasado su primer cumpleaños. Antes se recurre a eufemismos: tiene ocho meses, o tiene diez meses. En el sudeste asiático, los años se empiezan y un niño, desde que nace, ya se dice que está en el primer año.

Yo creo que el método asiático es más lógico. El sistema occidental, tal vez está condicionado por décadas de alta mortalidad infantil. En cada cumpleaños se celebraba que el niño no se había muerto y había alcanzado una nueva meta cumpliendo un año más. El sistema asiático es común en países como Sri Lanka, Vietnam o Myanmar. En Sri Lanka, una compañera mía de trabajo celebró su cumpleaños e invitó a todo el equipo. Y, cuando le preguntabas cuántos cumplía, te decía: para vosotros 23, para este país 24. Pero sobre esta discrepancia, los coreanos fueron un poco más allá. Porque, poco después de terminada la guerra de Corea, el gobierno del sur decidió que todo el mundo cumpliera años el 1 de enero. Por decreto. Uno podía celebrar el día de su nacimiento como un aniversario, pero cumplía años el 1 de enero.

No me pregunten por qué, es una forma de organizarse que supongo que tendría una razón, pero yo la desconozco. Lo curioso de esto es que la gente, respecto a la edad occidental, contaba un año más como en Sri Lanka, pero los que habían nacido a finales de diciembre ya se contaban otro. No sé si lo pillan: un bebé nacido el 28 de diciembre, estaba ya en su primer año y, tres días más tarde, estaba ya en su segundo año. El embrollo era considerable. Y más cuando se empezaron a implantar en el país empresas multinacionales, en las que la gente se contaba los años a la manera occidental. Los locales tenían dos edades, separadas por uno o dos años, según los casos.

Pero el tema se complicó aún más, cuando se dieron cuenta que la edad de 18 años era clave para permitir a un chico conducir o fumar. Los que tenían dos años más que la edad occidental estaban claramente favorecidos y eso no era justo. Entonces el gobierno sacó otro decreto, por el cual, a efectos de conducir o fumar, la edad se contaba desde el día del nacimiento y no desde el 1 de enero. Los coreanos tenían, pues, tres edades y, por repetir una expresión ya utilizada en este blog, se hacían la picha un lío con este tema. Mi hijo Kike que estuvo viviendo en Seúl cuatro meses, comprobó que las cosas eran tal cual se las cuento. Tú le preguntabas a un chaval cuantos años tenía y te decía: pues para el trabajo 19, para conducir 20 y para el estado coreano 21. Y el Gobierno no tuvo más remedio que tomar cartas en el asunto y proclamar que, a partir del nuevo decreto, todo el mundo tendría la edad occidental.

Esto que les cuento se produjo no hace mucho, tal vez hace cinco o seis años. Así que si me preguntan quiénes son más prácticos, si los japoneses o los coreanos, tendría que contestarles en gallego: depende, para unas cosas unos, para otras los otros. Creo que es momento de que empiece ya con el relato de mis dos últimos días en Tokyo, que les serán de utilidad si un día deciden venir a Japón como turistas. El martes 14 de mayo, me levanté dispuesto a salir del hotel, después de dos días de cuasi encierro, el primero por voluntad propia y el segundo inducido por el diluvio que castigó la ciudad durante 24 horas. El martes amaneció nublado, pero sin lluvia y decidí cumplir con una serie de visitas que podemos llamar turísticas, empezando por lugares que estuvieran al alcance de un caminante urbano como yo.

El primero, el Santuario Meiji, que estaba a unos 35 minutos andando desde mi hotel, un paseíto de nada. Es este el palacio que se hizo construir el primer emperador de la dinastía Meiji, finales del siglo XIX, pero no es el original, sino que está reconstruido, porque han de saber que Tokyo fue virtualmente arrasada por los bombardeos convencionales yanquis durante la Segunda Guerra Mundial. Tokyo prácticamente no existía y Japón estaba a punto de firmar la rendición, cuando se decidió castigarles con las dos bombas atómicas (sin el conforme de Mac Arthur, ni de Eisenhower, otro día les cuento esto más en detalle). El palacio Meiji quedó destruido y hubo de ser reconstruido después de la guerra, con la aportación voluntaria de miles de japoneses.

La reconstrucción se terminó en 1958 y ahora es un pastelito o un decorado, y discúlpenme este juicio muy de arquitecto: a los de mi gremio no les gustan nada las reconstrucciones de edificios antiguos. El santuario es un pastelito, pero el parque en el que se erige es grandioso. Merece la pena visitarlo por recorrer las extensiones de árboles gigantescos que rodean el palacio. Hice las consabidas fotos que les pongo abajo. Los emperadores de la era Meiji, en su afán de integrar al Japón en el mundo occidental, hicieron un acuerdo con unas bodegas francesas para importar barriles de vino de Burdeos que ahora se exhiben en uno de los caminos. Enfrente hay otra batería de depósitos de sake, cuyo consumo y producción se fomentó desde el nuevo poder. No sabían nada estos Meiji. Vean las fotos.







Visitado el santuario, continué mi camino hacia el sur, en busca del barrio Harajuku, famoso por la presencia de numerosas tiendas de moda de la gente joven y locales dedicados al anime, el manga y todo ese sector cultural. Los centros de esta tendencia son el llamado Harajuku Village y la Takeshita Street, recomendados en todas las guías. En el primero, hay unas floristerías preciosas y se venden unas orquídeas como yo no he visto en ninguna parte. Vean unas imágenes.




En la calle Takeshita, abundan los chavales vestidos de góticos y otros disfraces distintivos de las diferentes tribus. Se ven también muchos grupos de chicos y chicas que salen de las escuelas y se pasan por allí para empaparse bien de lo que hacen sus hermanos mayores. Allí me fijé en una dulcería que vendía auténticos churros, y otra de crepes para los chavales. Abajo las imágenes. 



He de decirles que al santuario Meiji llegué tempranito y lo pude ver con bastante tranquilidad, aunque al final de mi visita ya empezaron a llegar hordas de turistas siguiendo a diferentes guías paraguas en alto. Pero en Takeshita ya me atrapó la ola de turismo pedorro y decidí marcharme todavía un poco más allá: en dirección a Shibuya. Y caminando por una ancha avenida, me salió al paso un edificio muy curioso. Se trata del Tokiu Plaza Omotesando Omokado. Es un gran centro comercial, que en sus plantas superiores se abre en un jardín de dos pisos, por el que desde la calle se ve a la gente subir y bajar entre los arbustos. Imagino que será de un arquitecto prestigioso. Entré, empecé a subir escaleras mecánicas y, en un momento dado, salí al exterior. Es un sitio bastante bonito, con asientos en forma de globos, en donde el patrocinador es una marca de una bebida de té helado. Arriba te dan una botellita y te dejan enredar por allí todo lo que quieras. Vean la serie de fotos que saqué, tanto del lugar como de las vistas de la ciudad desde arriba. 






Entré de nuevo y decidí comer algo por allí. Me senté en uno de los restaurantes informales que llenan las dos últimas plantas del centro, a la altura del jardín exterior, y me pedí una cerveza con unas cositas de picar: edamame, una especie de chanquetes enanos sobre un granizado de rábano picante y unas berenjenas pequeñas hechas al horno con salsa de miso. Una exquisitez. Después, salí a la calle y continué mi camino, para ver la famosa estatua del perro Hachiko y el cruce multitudinario de Shibuya. Lo del perro tiene una historia muy tierna, que pueden consultar AQUÍ. Durante cerca de diez años el perro no falló un solo día en venir a esperar a su amo y se convirtió en una celebridad. Cuando murió, el Ayuntamiento le hizo una estatua (fea de cojones, todo hay que decirlo), donde ahora la gente se hace selfies. 

Unos 50 metros más allá, está el famoso cruce. Para hacerle fotos o vídeos, lo mejor es subir al Starbucks que hay en una segunda planta. Había una larga cola de turistas esperando para pedirse algo en el café, pero yo pasé de ellos y subí a un rincón que conocía ya de mi primera visita. Desde allí le hice un vídeo al cruce, no muy espectacular, porque lo más grande es hacerlo después, cuando todo el mundo sale del trabajo, pero que da una idea. Este modelo se ha repetido después en muchos cruces de grandes avenidas, en Tokyo y también en Seúl, como les conté. El sistema de semáforos tiene una serie de fases en las que se permiten sucesivamente todos los movimientos de los coches, giros a la izquierda incluidos. Y entonces se les pone rojo a todos los coches a la vez y los peatones se lanzan a cruzar en todas direcciones. Este es el vídeo que yo grabé. Una demostración de que esta ciudad funciona como un mecanismo de relojería.

En el Starbucks entré al baño, en el que había toda una batería de cubículos con wáteres, y descubrí un nuevo matiz del tema. Me senté, dispuesto a regalarme el chorrito templado directamente al culo y entonces me fijé que había una tecla adicional. De verdad este tema nunca se acaba. Abajo ven la foto que le hice y me estoy refiriendo a la tecla más a la derecha, designada en inglés como privacy y marcada con una nota musical. Pensé que a lo mejor, estos finolis eran capaces de ponerte una música de Mozart para cagar con un fondo sonoro inspirador. Pero no era eso. Le di al botón y sonó una ruidosa y larga descarga de la cisterna, pero sin echar una gota de agua. Vean la foto de marras.

Y ahora les digo yo: ¿para qué creen ustedes que es este artilugio? De primeras no lo pillé, pero pensando un poco, lo tuve claro. Ese estrépito de una falsa descarga de agua, está destinado a camuflar el ruido de los pedos. No hay otra explicación posible. Usted se va a tirar un pedo y no quiere que lo escuchen los vecinos de cubículo, separados apenas por un tabiquillo de contrachapado. Tiene usted una posibilidad: toser enérgicamente. Pero la fantástica marca de sanitarios Toto ha ideado un remedio todavía mejor: una falsa descarga.

Es curioso que los japoneses, que estornudan de manera estruendosa y sorben sus fideos con un estrépito no menos estentóreo, sean tan pudorosos con los pedos. Sobre todo, si tenemos en cuenta que los chinos se tiran pedos con ruido sin el menor problema. Un amigo mío ingeniero de Caminos que estuvo construyendo autopistas en China me contó que en las reuniones de trabajo, los chinos se tiraban pedos y nadie se inmutaba. Y, poniéndose muy colorado, añadía: pero las mujeres y todo.

El camino de vuelta al hotel era como de una hora, pero yo ese día no quería coger ningún transporte público, sino caminar un poco a mi antojo. Y eso me permitió visitar el Parque Yoyogi, donde hay unos gynkos biloba milenarios. Hay miles de gynkos en las calles de las ciudades japonesas y coreanas, pero yo no había visto nunca unos tan grandes como los de este parque. Me hice una foto al lado de uno de los troncos y también fotografié después algunos edificios que llamaron mi atención, como la tienda de guitarras Fender o una casa de discos que ocupaba un edificio entero. 



Llegué al hotel a tiempo de una siesta tardía después de mis caminatas y aún tuve tiempo de hacer nuevas gestiones y escribir para el blog. Pero por la noche tenía hambre, porque había comido muy poco, así que bajé a cenar a un restaurante de sushi que había localizado días antes, en el ánimo de cubrir todas las variantes gastronómicas japonesas. Y créanme: dormí como un bendito, porque el sushi es algo que sienta muy bien por la noche. Y llegamos al miércoles 15 de mayo, mi último día en Japón. Después de las visitas del día anterior, me quedaba sólo una turistada por cumplir: visitar el templo Senso-ji en Asakusa, tal vez el monumento más importante de Tokyo, según todas las guías. Para esto decidí usar de nuevo el transporte público. Salí caminando hacia la estación de Shinjuku y aproveche para comprar el ticket para el bus de hoy al aeropuerto de Narita.

A continuación, tomé la línea de tren Chuo Sobu y, después de unas diez paradas, tuve que cambiar a la Asakusa line, para otras dos. Nada más salir del Metro me encontré la masa de turistas que tanto me fastidia. El Senso-ji tiene una puerta monumental, en la que todo el mundo se hace fotos. Frente a ella, al otro lado de la calle hay varios negocios de alquiler de kimonos. La gente de todas las edades puede pillarse un kimono para unas horas y dejar su ropa en una taquilla para recorrer el templo de esa guisa disfrazados. Y hay auténticas multitudes.

Pasada la puerta, hay un largo corredor abarrotado de gente, con tiendas de baratijas y souvenirs a ambos lados, donde este turismo masivo se gasta los cuartos comprando tonterías. Es una mezcla de religión y comercio que, en mi opinión, se merecería que apareciera por allí un Jesucristo iracundo y la emprendiera a latigazos con todos, uno de los pasajes de la Biblia que más me gusta. A los mercaderes que envilecen algo tan íntimo como la religiosidad, leña sin piedad. Al fondo hay todo lo necesario para hacer unas ofrendas y pedir un deseo. Y en un costado, se levanta una pagoda muy bonita, en la que no se puede entrar, puesto que tiene sólo una función ornamental. Volví luego por fuera, por una serie de galerías comerciales cubiertas, también petadas de gente: norteamericanos, franceses, italianos, españoles, sudamericanos. Aquí algunas de las fotos que hice.







Decidí entonces hacer a pié el trayecto hasta el cambio de estación de tren, un paseo que se puede hacer por la ribera del río Sumida. Son dos kilómetros y pico, pero muy gratos, ya saben que los paseos fluviales son mi debilidad. En cuanto te sales de la ruta del turismo masivo, la ciudad es muy agradable. Por el amplio paseo había corredores (bastantes mujeres), ciclistas, patinadores. En el río vi gaviotas y cormoranes, estos últimos una especie que me encanta. Son unos pescadores maravillosos, que se sumergen a mucha profundidad y salen al cabo de un rato muy largo con un pez en el pico. El problema es que no tienen la grasilla que protege las plumas de los patos y las gaviotas, por lo que se empapan y han de ponerse a secar de pie, abriendo y agitando las alas, en su postura más característica. De este paseo les destaco sólo dos imágenes, una de uno de los puentes del río y otra del icónico edificio de la sede de la marca de cervezas Asahi.


Cerca ya de la estación de Asakusabashi, encontré un bar de currantes en donde me tomé un pollito frito a la manera de los japoneses, con arroz blanco y una ensalada de repollo muy picadito. Y tome el tren de vuelta al hotel. Descansé un rato y luego me puse a preparar el viaje de hoy, incluyendo el equipaje, el check-in on line del vuelo y todo lo demás. A la hora de cenar, me encontré sin hambre tras el pollo del mediodía, así que bajé al 7Eleven y esta vez me compré unas almendras, la mitad de las cuales me tomé en mi bar cervecero de todos los días. Estaba empezando a llover otra vez. Hoy me he puesto el despertador a las 5 para tener tiempo. Con el equipaje, he bajado al lobby y he echado la tarjeta en un buzón señalado como chek-out automathic.

Ya me iba, cuando he visto que el bar estaba abierto. En el horario que me habían dado ponía que no abría hasta más tarde. Y yo me había dejado el ticket para el último de los desayunos en la habitación, a donde no podía entrar, porque ya había echado la tarjeta en el buzón. Hablé con el chaval, que me conocía de los otros días. Entendió lo que me pasaba y que sólo quería un café, pero me dijo que si no tenía el ticket, el café me lo tenía que cobrar. Eran 600 yenes y yo le mostré los últimos sueltos que me quedaban: 570. Me dijo que vale, que daba igual y me pude tomar el café. Caminé hasta la parada del bus del aeropuerto, donde llegué con tiempo de adelanto y me dejaron subirme al primero que salía, que era anterior al mío.

En mi fila se subió un monje budista con un gorrito de lana de color rosa. Cuando el bus arrancó, me puse a comerme las almendritas que me habían sobrado de la noche anterior y, de manera natural, le ofrecí al monje. Inmediatamente extendió las dos manos vueltas hacia arriba y le di la mitad de las almendras que tenía. Agradecido, me dio un pastelito relleno de té japonés matcha con el que completé mi desayuno. Hablamos un poco, le dije que era español y él me dijo que era de Myanmar. Le conté que había visitado su país y se extrañó: es un sitio muy peligroso para ir –me comentó. Sí, pero es que yo estuve en 2017, cuando no era peligroso. Cerrando la conversación, añadió en tono nostálgico: –En 2017 yo vivía en Myanmar. No tuvo que darme más explicaciones. Llegamos a la Terminal 2, la de los vuelos internacionales y yo me preparé para bajar. Él seguía a la 1, la de los vuelos domésticos. Era un exiliado que había tenido que huir de los militares.

En la terminal, mostré mis papeles y me preguntaron si tenía visado para Malasia. No lo tenía. Entonces no puede volar. ¿Cuántos días va a estar en el país? Cinco ¿Y puede mostrarnos el resguardo del vuelo de salida de Malasia? Lo busqué en el correo electrónico del teléfono y lo encontré. Entonces sin problemas. Menos mal que en estos días de encierro en el hotel había reservado ese vuelo, si no, hubiera estado en problemas. Segundo tema: mi maleta de cabina excedía el peso permitido. Las maletas de cabina no pueden pasar de 7 kilos y la mía tenía 9. Así que tuve que facturarla. Todo esto en el mostrador de las Malaysian Airlines. Con mi tarjeta de embarque en papel, accedí al control de seguridad, que pasé muy rápidamente, ya saben que salir de los países es mucho más fácil que entrar.

En el aeropuerto, localicé la puerta que me tocaba. Y después me fui al Duty Free a comprar tres botellas de vino para regalarles a mis anfitriones en Kuala Lumpur. No había vino español, así que lo compré de California, que suele ser muy bueno. Luego pasé de la Priority Pass y me tomé un café con un bollito en un bar de por allí. Tenía unas buenas tumbonas en las que me eché y me quedé frito. Mi reloj biológico me despertó justo a tiempo de volver a la puerta de embarque. El avión es muy grande, va ocupado, más o menos, en dos tercios de su capacidad y tengo un vuelo de ocho horas. Ahora mismo, ya han pasado unas cuatro, que he empleado en escribir este texto.

Estoy levantándome a dar paseos por la cabina cada dos horas, porque no me ha parecido necesario pincharme una heparina para un vuelo de ocho horas que es todo de día. Esta noche, cuando me retire a dormir en mi alojamiento, completaré el post con las fotos y los vídeos y lo publicaré, o tal vez mañana. En el próximo post les contaré qué es lo que he venido a hacer a un lugar en donde hace un calor y una humedad insoportables. Voy a cortar ahora, que el ordenador se me va a quedar sin batería (aun tengo para otra hora y media). Continuará.

8 comentarios:

  1. El edificio de las cervezas Asahi es una de las obras más famosas del arquitecto francés Philippe Starck, más conocido por sus diseños industriales, de muebles o de aparatos para la cocina. Es un edificio que podemos llamar conceptual, incluso con un punto zen.

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  2. Hola, sitios increíbles la verdad. El vídeo del cruce me ha encantado y las disertaciones sobre el botón silenciador de pedos muy divertido..El culmen de la ingeniería, sí señor. Ya nos contarás qué has ido a hacer a Kuala Lumpur.!

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    1. Me alegro de que sigas disfrutado del blog. Lo de Kuala Lumpur ya lo tienes, calentito en la bandeja.

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  3. Bueno, qué cantidad de cosas te ha dado tiempo a visitar en Japón. Yo me he fijado en unas cuantas... deformación profesional. La floristería que muestras en la foto no está mal, pero reconocerás conmigo, que la de casa es mucho más bonita, ¿o no?. Y las orquídeas, pues las verás mucho más espectaculares en tu próximo destino (uno de ellos) donde es la flor nacional y donde más variedades existen. Bueno, eso si te diera, como a mí, por visitar los jardines botánicos, aunque creo que tú eres más de ayuntamientos... Y el jardín del centro comercial es muy chulo, pero igualmente lo tienes a tiro de piedra de tu casa, hasta el jardín vertical nos han copiado los japoneses, ¡vaya morro!. Ah, y menuda fijación tienes con los baños japoneses te han creado adicción...En fin, me divierto mucho leyendo tus posts, hay veces que eres de un minucioso contando las cosas... Pues nada, a por el siguiente. Que sigas así de contento.

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  4. Que entrañable la historia de Hachiko...lo mismo tienes a Tarik esperándote en la puerta, ya verás cuando llegues las cabriolas que te va a hacer jaja.

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    1. No sé, alguien me ha dicho que la memoria de los gatos no va más allá de tres meses. Lo mismo llego y se hace el interesante conmigo.

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