lunes, 6 de mayo de 2024

11. Adiós Corea

Escribo desde Kyoto (Japón), donde hoy anunciaban lluvia todo el día y la verdad es que ha estado el cielo muy plomizo, con lloviznas esporádicas pero, para un coruñés como yo, eso no es ni lluvia ni nada. Primer día en que he podido descansar un poco mentalmente de la vorágine en la que me metió mi querido amigo coreano Woohyun Chung, más el viaje y el día acelerado que pasé ayer en compañía de mi amigo japonés Syoji Ito, del que luego les hablo. Hoy por primera vez me he podido dedicar a callejear por esta preciosa ciudad, además de ocuparme un poco de los temas de intendencia necesarios para la continuación del viaje. Pero retrocedamos.

Algunos de mis seguidores me han preguntado por detrás qué pintaba mi hijo Kike en 2014 en Corea. Bien, pues les cuento. Kike estudió Económicas en la Carlos III y había estado un año de Erasmus en Rotterdam, experiencia que le abrió la mente para siempre. El año en que debía terminar la carrera se dejó adrede tres o cuatro asignaturas para cursarlas en Seúl, en otra especie de versión del Erasmus, imagino que patrocinada por la ONU o algo similar. Estaba entonces muy fascinado con los países asiáticos, aunque volvió de su experiencia coreana de cuatro meses feliz pero convencido de que, como en Europa, no se vive en ninguna parte. Ese año estaba viviendo conmigo y debía incorporarse a la Ewa Woman University de Seúl el 1 de septiembre. Pero salió de Madrid el 1 de agosto, con una maleta mediana (el maletón gigante me lo dejó en casa para que se lo mandara yo después por correo directamente a la uni).

Salió como digo el 1 de agosto, pero no en dirección a Seúl, sino a Dacca (Bangla Desh). Allí tenía una estancia de quince días como becario del famoso Mohammad Yunus, el banquero de los micro-créditos y premio nobel de la paz. El avión salía como a las cinco de la madrugada y yo lo llevé al aeropuerto atravesando un Madrid fantasmal, sin nadie en las calles. Y tengo un recuerdo muy vivo de esa noche: al salir de la A2 para incorporarme a la M40 en dirección aeropuerto, me equivoqué, porque estaba oscuro, yo no me lo sabía y además, empezaba a sufrir las cataratas que luego me operarían. Cuando me di cuenta de que me iba hacia el sur, me puse histérico y empecé soltar juramentos y a darle golpes al volante. Kike, en un tono sereno, me dijo: tranquilo, papá, cálmate, tenemos tiempo de sobra, ahora damos la vuelta ahí delante.

Cuando le cuento esto a Kike ahora, me jura que no se acuerda en absoluto de esta escena. Yo la tengo en cambio grabada porque fue el instante preciso en que interioricé la idea de que yo ya no era el Milu que se comía el mundo. Qué, a partir de ahora, era simplemente el padre de Lucas y de Kike, mucho más preparados que yo para el mundo que venía. La cosa es que Kike estuvo en Bangla hasta el 15 de agosto y luego se tiró por ahí otros quince días visitando Hong Kong, donde tenía un colega de Rotterdam. Estuvo sus cuatro meses en Seúl, hasta las navidades y luego mandó el maletón de vuelta facturado y se fue de vacaciones a Tailandia y Malasia, incluyendo una estancia en una isla paradisiaca tailandesa. Y digo yo: ¿a quién habrá salido este chico? La respuesta es obvia.

Pero volvamos al presente. El viernes 3 de mayo me levanté pronto, terminé de recoger el equipaje y, recién duchado y afeitado, bajé a tomarme mi último desayuno de bufet en el Prima Jongno Hotel de Seúl. Hice el chek-out y esperé a Woo que llegó puntual, aunque se quiso tomar un café conmigo en el bar, café que ya nos descabaló todo el programa ligeramente. No es ese un problema grave para un coreano; si fuera japonés, se habría puesto bastante histérico. Ya les he dicho que los coreanos son más flexibles, vividores y disfrutones que los japoneses, esclavos del cumplimiento del deber y de lo correcto. Yo con Woo he cruzado semáforos en rojo cuando no viene ningún coche y me he saltado cuarenta etiquetas. Mi amigo, sin embargo, estaba esta vez un poco mohíno. Le pregunté qué le pasaba y me confesó que su reunión de trabajo del día anterior había terminado tarde y de la forma habitual en Corea: yéndose a beber con sus colegas. No es que estuviera mohíno, es que tenía un hangover de caballo. Hala, ya saben como se denomina a la resaca en inglés.

Bajamos al Metro con nuestras maletas y llegamos a una estación de tren en donde debíamos cambiar a una línea metropolitana. La metrópolis de Seúl tiene 26 millones de habitantes. Su ciudad más grande es obviamente Seúl, la segunda Incheon, en donde está el aeropuerto y la tercera Suwon, a donde nos dirigíamos, una urbe de 1.300.000 habitantes, con varias buenas universidades. Allí nos esperaba un profesor de la Kyonggi University, en donde yo debía hablar a las 11. El tren llegó a la estación a las 11.10 por el retraso que habíamos ido acumulando, pero Woo había advertido por teléfono de que llegábamos retrasados y no pasaba nada; si hubieran sido japoneses, sería una tragedia.

Nos esperaba un alumno o becario con un coche en el que nos llevó al campus. Mi conferencia quedó bien, como las otras pero yo, que soy autocrítico, pienso que fue la más floja de las tres. En estas cosas, el orador es importante, y yo estaba ya un poco agotado del esfuerzo, de dormir mal por la tos y del propio constipado (he de decirles que en las tres clases me dio la tos en algún momento y tuve que tirar de los caramelos Fisherman’s Friend). Pero también es importante el auditorio, porque el feedback que recibes te hace superarte y venirte arriba. A mí eso me sucedió claramente en la segunda de las sesiones, la mejor de todas, y un poquito en la primera.

En la segunda, la de la Universidad Pública de Seúl, había gente de postgrado a los que se veía muy interesados y que me hicieron preguntas de calado. A pesar de la hora, inmediatamente después de comer, nadie dio una sola cabezada y todos estaban atentísimos a lo que yo les contaba. Al final fueron ellos los que insistieron en hacerse las fotos que les mostré en el post anterior. Por cierto, el profesor Seunghieon Lee, que era simpatiquísimo y me había preparado un panel espectacular para mostrarlo todo el rato en una de las dos pantallas, me mandó después algunas fotos más de ese día tan especial para todos. Véanlas.




En la universidad de Kyonggi, la persona que me había invitado a hablar era la profesora Junghwa Lee, una mujer extraordinaria, catedrática de Transport Studies, madre de tres hijos y primer dan de Kendo, un arte marcial que se practica con espadas japonesas o con bastones de bambú. Además, guapísima, según las fotos que me enseñó Woo y que no les voy a mostrar aquí. Woo es compañero suyo de promoción e íntimo amigo. Pero la profesora Lee no podía venir finalmente, por una reunión de trabajo sobrevenida y la sustituía su segundo, el profesor Jujong Lee, un tipo también muy salao. Por cierto, por si no se han fijado, en Corea los ciudadanos que se apellidan Kim o Lee, constituyen más o menos el 70% de la población, esos nombres son como Pérez y Rodríguez. La clase estuvo, digamos correcta, yo empezaba a detectar en mí mismo signos de un cierto agotamiento y el auditorio no era muy proactivo. Vean unas fotos de esta última sesión.





Yo tengo una cierta vena de showman e hice lo que pude, pero no superé a la segunda de las tres clases, que fue la que mejor me quedó. Por cierto, es momento de que les confiese que estas clases que di no eran gratis, están remuneradas, si bien pagan una miseria, no llega a 200€ por sesión. Pero además, las sucesivas universidades me invitaron a sendas comidas muy suculentas y la Kyonggi no iba a ser menos. El mismo alumno que nos había recogido a Woo y a mí en la estación, nos llevó junto con Jujong Lee y un segundo becario a un restaurante del centro de Suwan que se tiene por uno de los mejores de Corea. Y allí nos desatamos con la cerveza porque la comida lo merecía y el tal Lee resultó ser un cachondo de alto nivel. La comida era del estilo coreano, un hornillo con una plancha donde se van haciendo los trozos de carne y las verduras que cada uno ha de manejar con los palillos y luego mojarlas en las diferentes salsas. Pero la sinfonía de sabores era espectacular.

A medida que iban cayendo las cervezas, la temperatura del grupo iba subiendo cada vez más y nuestras risotadas resonaban en todo el restaurante. Woo se empeñó en que probara una cosa que me daba un poco de asco, como medio cangrejo gigante marinado crudo, con sus cáscaras y todo. Le vi comerlo a Woo y hacía un ruido tremendo, como la sirena que interpreta Daryl Hanna en Un, dos, tres, splash!, a la que un enamorado Tom Hanks invita a cenar en una marisquería y se come un centollo con la cáscara incluida. Realmente, la cascara no se come, pero se tritura para sacarle todo el jugo. Accedí finalmente a probarlo y debí de poner tal cara de espanto que las risas supongo que se oyeron hasta en la universidad. En eso, le llamaron a Woo por teléfono y estuvo hablando un rato. Luego me pasó el aparato: es la profesora Lee, que quiere saludarte. Yo estaba ya tan achispado que le dije, ¿pero el profesor Lee no es este que tengo enfrente? Sí, los dos son Lee. La guapísima señora Lee tenía también una voz risueña y deliciosa. Se interesó por saber si me habían tratado bien y estaba a gusto. Quedamos en que si viene a Madrid no dejará de llamarme.

A estas alturas de mi blog, no les sorprenderá que les cuente que, durante estos días de convivencia, había averiguado con sorpresa que Woohyun Chung toca la guitarra y es un apasionado del blues. Los que somos de una manera, sabemos reconocernos y por eso nos hacemos tan amigos. Tenemos varias señas de identidad: la guitarra, el blues y la cerveza. Ahí estamos Henry Guitar y Críspulo, mis colegas de Vallecas, Nacho mi profesor de yoga, el turco Ömer Faruck (aunque este le da al heavy metal) y el bueno de Woo. No será el último que aparezca en la hermandad. El caso es que en medio de nuestras confidencias en trenes y bares, yo le había hablado de Samantha Fish y mi devoción por ella. Y habíamos visto juntos algunos vídeos.

Y, en medio de la marea de alcohol y camaradería que se desató en el restaurante que presume de ser uno de los mejores de Corea, Woo le sacó a Jujeong el tema de Samantha, le hizo escuchar unos punteos en el móvil y tuve que sacar mis fotos con ella, las que les mostré en el Post #1. Y Woo le contó lo de que soy su segundo mejor fan español. ¿Y quién es el primero? Mi respuesta: en realidad el primero soy yo, pero antes había uno que me superaba y ahora el tema es una broma privada entre ella y yo; yo tengo una camiseta en la que me proclamo su segundo mejor fan, me la pongo para ir a sus conciertos, me pongo en las primeras filas y así ella me reconoce y puedo luego verla y hacerme fotos con ella. Estaban ya todos muertos de risa con esta historia que les parecía fascinante. Al despedirnos, el simpático profesor Jujeong Lee me dijo: sepa usted que hoy ha comido con el segundo mejor profesor de la cátedra de Transport Studies, en este caso, además es verdad. Un grupo divertidísimo.

El becario conductor, que  no había bebido, nos acercó a Woo y a mí al Novotel gigante que hay al lado de la estación de ferrocarril de Suwan, que es también un intercambiador con el Metro y los autobuses. Ambos teníamos nuestras cosas en el maletero del coche. En el hotel, hice el check-in y subí a dejar mis maletas. Woo pidió que le guardaran la suya en recepción, porque por la noche tenía un tren hacia Sejong, la capital de Corea, donde le esperaba su mujer y sus dos hijos de 16 y de 8 años. Y salimos a que me enseñara un poco la ciudad. Suwan no tiene un especial interés, hay un castillo más o menos bonito con unos jardines en los que Woo me hizo alguna foto.


Y luego echamos a andar para dar la vuelta al lago alrededor del cual está construida la ciudad, toda ella de rascacielos de más de 40 plantas, abajo les pongo unas fotos. Y, ya en la fase de las confidencias, mi amigo Woo, con un tono un tanto melancólico, me dijo que él no lo podía evitar, pero que odiaba a los japoneses. Porque no había derecho a que a los coreanos les hicieran lo que les hicieron. Me sorprendió una declaración como esa en una persona tan bondadosa como Woo, pero tiene razón y desde luego sus afirmaciones están documentadas. Los coreanos son un pueblo que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. El país se unificó en el siglo X y su admirable alfabeto fue creado ya en el siglo XIV por el rey Sejong el Grande. Eran un país pacífico, pequeño y que no se metía con nadie.

Hasta que en 1910, los japoneses, recién ingresados en la modernidad directamente desde el mundo medieval en el que vivían hasta entonces, empezaron a desarrollar ese imperialismo de corte fascista, que les llevó a hacerse con toda Corea y la provincia china de Manchuria, con las que formaron la provincia japonesa de Manchukuo. Ya no se marcharon hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Y durante esas décadas de ocupación cometieron toda serie de tropelías con la población local, a la que tenían esclavizada: asesinatos, violaciones, cárcel para los no sumisos, torturas y todo lo que se quieran imaginar. Pero los coreanos son en cierta medida un pueblo desgraciado. Porque los que vinieron a liberarlos de los japoneses fueron dos ejércitos: el ruso y el norteamericano. Entraron unos por el norte y los otros por el sur, hasta que se encontraron, un ejército frente al otro, a ambos lados del paralelo 38.

Esa división les llevó a una paz amarga, con dos modelos socioeconómicos opuestos, el soviético y el capitalista. Ambas partes se enfrentaron entre 1950 y 1953 en la llamada Guerra de Corea, en la que a los del norte les apoyaron Rusia y China y a los del sur todo el llamado mundo libre. La guerra acabó en empate: entre cuatro y seis millones de muertos para que la cosa se quedara exactamente igual. Al norte del paralelo 38 está ahora el gordo del que ya hemos hablado y al sur esta sociedad ultracapitalista, en la que al menos se vive con cierta libertad. No sé cómo es la cosa en el norte, pero al sur el personal se rige por unos códigos de conducta que vienen de Confucio y que obligan a la gente a seguir la senda correcta, incluyendo ser muy buenos y muy hospitalarios y amables con los extranjeros. Ayudar todo lo posible.

Esos códigos, en su versión más estricta eran los que debían seguir los samuráis y más o menos son similares en Corea y en Japón, donde las culturas son gemelas, si bien, los japoneses los cumplen a rajatabla, mientras los coreanos son más laxos con su aplicación. El problema en ambas sociedades es que, al que no sigue esos códigos y se aparta de la senda correcta, no le dicen nada, pero empiezan a hablar mal de él por detrás y lo van poco a poco aislando. Ese control social extremo es el que hizo que a mi hijo Kike se le viniera un poco abajo la leyenda de Corea. Son éstas sociedades muy exigentes, en las que abundan los suicidios y el alcoholismo, como formas de escapar de ese control social agobiante. Woo me confesó que está preocupado por sus hijos, que él los está educando para que sean buenas personas pero, en un mundo tan competitivo como el coreano, no sabe cómo van a prosperar.

Pero, gracias a ese carácter un poco inflexible, trabajador a saco y estoico, han logrado levantar un país que acabó devastado por la ocupación japonesa, la guerra mundial y la propia guerra domestica. Woo me contó que las líneas de Metro que hay en Seúl, están numeradas por el orden en el que fueron construidas y que la línea 1 se inauguró en 1973, cuando el país era aún muy pobre (él no había nacido todavía). Los coreanos son obedientes, pacientes, sufridores. Su desgraciada historia les ha llevado a ser todo eso. Así que no es de extrañar que odien a los japoneses, que fueron los que se cargaron a un país pacífico e inofensivo y lo jodieron ya para siempre. A este respecto quiero mostrarles una foto que tomé en Seúl. Véanla.

Es una plaza en el borde norte de Seúl. Yo estaba por allí esperando un autobús para ir a alguna de mis visitas de esos días. A la derecha, los edificios que conforman la plaza por el lado Este. En el centro, una estatua monumental, tal vez de Sejong el grande. A su lado un Totoro o muñequito similar. Lo antiguo y lo nuevo yuxtapuestos como en toda Corea. Y detrás las montañas que rodean la ciudad por el norte. ¿Saben lo que hay inmediatamente detrás de esas montañas? Sí. Han acertado. Parece mentira pero ahí mismo está el infierno del régimen tiránico y sanguinario del gordo medio loco a quien no quiero ni nombrar. No he conseguido que los coreanos me cuenten por qué han trasladado la capital a una nueva ciudad, siendo Seúl una urbe súper-ordenada. Yo lo tengo claro: Sejong está más al sur, a 120 kilómetros. Es menos suceptible de ser atacada. Pero ustedes estaban acompañándonos a Woo y a mí en nuestro paseo alrededor del lago central de la ciudad de Suwon. Y yo les había prometido unas fotos.



Todo eso son torres de apartamentos. Los gerifaltes del inmobiliario convencen a la sociedad de que, haciendo torres tan altas, los pisos serán más baratos. Pero, una vez construidas vuelven a ser carísimos. Nuestro paseo terminó en un restaurante de hot-pot, uno más, en donde nos comimos unas cantidades modestas, porque no teníamos demasiada hambre. En esto del hot-pot, cuando ya te has comido todo lo que se ha ido haciendo en la sopa, es cuando se echan los fideos y se dejan que se hagan un rato y se impregnen de todos los sabores anteriores. Esto es lo más difícil de comer, sobre todo con los palillos coreanos, que son metálicos y muy finos, no como los japoneses que son de madera y más gruesos. Por mi miedo a mancharme la última camisa que me quedaba limpia, pedí un mandilón y Woo inmortalizó la escena. Ya ven que me daba bastante maña.    

Luego volvimos al hotel, Woo recogió su mochila y lo acompañé hasta la estación por un pasillo lleno de tiendas que comunica ambos edificios. Y nos despedimos finalmente. El hotel era bastante lujoso, como el de Seúl (ambos me los había seleccionado Woo), estaba lleno de indios que se cruzaban conmigo por los pasillos sin saludar, imagino que estaban en la ciudad por trabajo. Y yo dormí como un tronco. Hay que joderse, el constipado se me estaba empezando a quitar, había durado lo justo para fastidiarme mis clases coreanas. El sábado 5 de mayo tuvo menos historia, fue un día de viaje. Me levanté pronto, apenas había deshecho el equipaje, y bajé a tomarme un café con leche en el bar del lobby. Luego subí a por mis maletas, hice el check-out y caminé hacia la batería de paradas de autobús del intercambiador. Allí esperé el bus del aeropuerto. Woo me había comprado un ticket y me tocó esperar un buen rato. 

El bus se retrasó 15 minutos, algo que en Japón hubiera generado una revuelta. Entre los que esperábamos, todos coreanos, menos dos indios pequeñitos y malencarados, que estaban bastante disgustados y hacían aspavientos de protesta. Cuando llegó el autobús, se dieron un abrazo, sólo uno de ellos subía, el otro había venido a despedirlo. Mostré el billete al conductor y me senté en un asiento libre. El bus iba bastante lleno, pero tenía que hacer algunas paradas antes de salir para Incheon. En la segunda, se subió un chaval coreano, que pululó por allí un momento y luego fue a hablar con el conductor. Ambos vinieron hacia mí. Estaba en el sitio del chico (yo ni siquiera sabía que los asientos fueran numerados). Me deshice en disculpas en inglés, que el chaval manejaba bien, y me cambié al asiento de detrás.

Entonces pensé que a lo mejor volvía a estar mal colocado. Miré el billete, pero estaba en coreano y no veía la plaza. Así que le pregunté a mi vecino de delante. El chico me explicó que él tenía el asiento 12 y yo el 16, pero no estaba sentado en el 16. Ambos miramos hacia el lugar del 16 y allí estaba el indio pequeñito, con aires entre sietemesino y misiriqueiro que, dirigiéndose hacia nosotros emitió unos sonidos bre-bre-bre-bre, mientras manoteaba enérgicamente para hacernos saber que le daba igual, que pelillos a la mar. Así que me volví a sentar detrás del chico y de todas formas, ya no se subió nadie más. El autobús tardó algo más de dos horas hasta llegar al aeropuerto de Incheon.

Allí los trámites fueron sorprendentemente breves, un solo control de seguridad y ni me tuve que quitar el cinturón. A los coreanos les preocupan más los que entran que los que salen. Como tenía tiempo de sobra, ya se imaginan a dónde me fui. Sí. Han vuelto a acertar. A la sala VIPS. Y me puse bien de comida, que sólo había desayunado un café. Por cierto, mi paso por la sala VIPS de Estambul no era gratis, me lo cobraron luego a través de la aplicación: 30€. Este de Seúl, por ahora no me lo han cobrado. El vuelo Incheon-Osaka dura exactamente una hora y quince minutos. Después de aterrizar tuve una serie de trámites latosísimos, rellenar dos formularios de inmigración diferentes y pasar un buen rato de colas. Y al salir del aeropuerto, busqué el autobús del muelle 8, que me llevó hasta Kyoto y que tardó también cerca de dos horas, hasta dejarme en la estación central de tren de Kyoto.

Desde allí caminé 20 minutos con mis maletas hasta el Hotel Framboise, definido como establecimiento con encanto. Es un hotel curioso, del que ya les hablaré en el post siguiente. Sólo decirles que, dentro del tema del encanto, la habitación no te la hacen. Pero es bonito y barato. Descansé un poco, pero estaba atufado después de un día tan largo de traslados. Así que bajé a la calle y eché a andar en mitad de la noche, en dirección a la estación central a ver si encontraba un lugar donde tomarme una cerveza. En los primeros que encontré no se podía pagar con tarjeta y yo no había cambiado a yenes. Pero, ya enfrente de la estación, di con el lugar perfecto: el bar The Stones.

Música en directo, buena cerveza y algunas cositas de picar. No tenía hambre después de la comilona de mediodía, así que me pedí unos saladitos para acompañar la cerveza mientras escuchaba a un trío de country comandado por un violinista. Había un ambientazo, la gente daba palmadas, reía y hablaba alto. Pero yo me volví pronto a mi cubil, porque, al día siguiente debía estar a las ocho en punto en la puerta de mi hotel con encanto, para engancharme a otra jornada bastante coreana también, pero en versión japonesa. Que ya les cuento en el siguiente post. Pórtense bien.

6 comentarios:

  1. ¡Madre mía, Emilio, qué de cosas cuentas aquí! En este post sí que te has recreado, es muy largo, pero está muy bien. Y las pinceladas de historia del país que cuentas también ayudan a entender un poco a tus hermanos coreanos. Porque me imagino que aquí también ha aumentado tu familia, ¿verdad?. Bueno, ya acercándote un poco más. Que sigas tan feliz.

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    1. Sí, Woohyun Chung es mi hermano coreano. Hasta que dé la vuelta por el otro lado y demuestre que la Tierra es esférica, me estoy alejando, pero todo llegará. Besos.

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  2. Da gusto leerte Emilio, un abrazo. Que sigas con buen blues...

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  3. Emilio. Este post es una gozada. Encima lo he tenido que soltar y coger varias veces, que las demandas de un ser de dos años no dan para estos novelones del XIX que nos mandas. Está todo tan al detalle que parece que nos has llevado contigo. Y definitivamente tendrás que escribir un post que se titule The Fiserman's Friend. No hay viaje ni conferencia que salga bien sin ellos. Me imagino la cara del indio rabiando hablando contigo . Y en fin, me he reído un montón co.n tus conclusiones del carácter coreano.Un abrazo.

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    1. Me alegro que te haya gustado este post, aunque tu Jonás reclame la lógica atención. Eso es lo que yo quiero, que os sintais como si me estuviérais acompañando en esta aventura. Besos.

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