viernes, 5 de julio de 2024

33. Vidas cruzadas

Así se llamaba una estupenda película de Robert Altman, en la que se contaban una serie de vidas que se cruzaban entre sí. En este caso, yo les ando contando diversas vidas que se van cruzando con la mía, que es diferente. En el post anterior les hablé de mi amigo Gonzalo López. La vida de este señor es también interesante. Gonzalo es de Medellín (Colombia) y en torno a los 24 años, con la carrera de economista terminada, consiguió una beca para hacer unos cursos de post grado en Berkeley, al lado de San Francisco. Corrían los años 70 y San Francisco era un hervidero de activismo y protestas contra la guerra de Vietnam y otras atrocidades. Gonzalo aprovechó la estancia en tierras de California para quedarse un poco más y escapar de diversas amenazas que lo agobiaban en su tierra, en donde estaba señalado por diversas bandas paramilitares, contrarias a los izquierdistas.

Berkeley era el centro de las protestas, en especial en torno a la Telegraph Avenue, que se convirtió en todo un símbolo de la contracultura estadounidense. Gonzalo recuerda que a veces tenía que entrar en las dependencias universitarias literalmente sorteando a la policía antidisturbios. Por allí andaba también mi amigo Gianni Rondinella, tal vez unos años más tarde, y de ahí conocía a Gianfranco Savio, mi siguiente anfitrión en esta maravillosa ciudad de San Francisco, una de mis favoritas en el mundo, junto con Kyoto, Ámsterdam, París y otras. El grupo de post-punk Rancid dedicó una canción a la Telegraph Avenue. Ahora, ya veteranos y calvos, la siguen tocando. Les pido que vean este vídeo, para que practiquen inglés con los subtítulos. Aquí se recuerda el discurso de Mario Savio contra la automatización y cómo Ronald Reagan mandó a los antidisturbios y los puso a lanzar gases lacrimógenos.

Pero estábamos con Gonzalo. Allí en la universidad y en el mundillo cultural de Frisco, conoció a mucha gente, entre ellos a Judy Cascales, por entonces casada y con una niña pequeña. Un tiempo después, la encontró separada y se enamoraron para siempre. Se casaron en San Francisco, Gonzalo adoptó a la niña como si fuera suya y pronto tuvieron un hermanito para ella, Alberto. Ahora, Alberto José López tiene 50 años y es un músico de conservatorio, muy respetado, que se gana la vida por sí mismo y hace giras en las que interpreta sus composiciones conceptuales, de lo que podemos llamar música de fusión. Vive en Los Ángeles, está casado y tiene una niña de seis años. Su hermana tiene 60, es informática especializada en diseño de marcapasos y otros artilugios y es también alguien muy valorado en los medios hospitalarios yanquis. Vive en New Jersey y tiene dos hijos, uno con la carrera terminada y otro casi. Gonzalo tiene 78, como saben y a Judy le calculo unos 84.

Después de casarse, vivieron dos años en San Francisco. Después intentaron la vida en Colombia, donde estuvieron diez años y disfrutaron ambos de buena posición y buenos trabajos; Judy era profesora de secundaria y llegó a ser la Directora de un Colegio bilingüe. Pero en un momento dado, ella propuso volver a los USA, para que sus hijos tuvieran una mejor educación. Y se establecieron en San Diego, en su casita maravillosa en la que me tuvieron alojado a mí durante unos días. Allí llevan 39 años, total 51 de matrimonio. En su jardín hay una higuera inmensa, que creció a partir de un palito que plantó Judy nada más llegar. Les da montones de higos y brevas, que recogen para comerlos y los que sobran para mermeladas. Esa ha sido la vida de mi querido Gonzalo López, tal como él mismo me la contó.

Continuando con la historia de mi viaje, les diré que el día 2 de julio, Gonzalo me llevó en su coche al pequeño aeropuerto de San Diego en donde reanudé mi periplo de viajero recalcitrante con un corto vuelo a San Francisco. Allí me esperaba un taxi que había reservado por Booking y que me llevó a la casa que tiene Gianfranco Savio en el norte de la península de San Francisco, junto al Pioneer Park que alberga en el centro la Coit Tower. Tanto el parque como el edificio de la torre los visité yo en mi anterior paso por Frisco en 2018. Llegamos con el taxi y la conductora no encontraba la casa, porque realmente está hundida respecto a la calle, justo al pie del parque. Después de varias vueltas, de pronto observé el pelo blanco de un personaje agachado que regaba sus plantas con una manguera. Lo reconocí (me había mandado una foto suya, que pueden ver abajo) y lo llamé: ¡¡Gianfranco!!

Han de saber que Gianfranco tiene 83 años, diez más que yo; como ven, seguimos con el Frente de Juventudes. Pero se conserva fenomenal y es un personaje muy singular y realmente curioso, con el que únicamente me he podido entender en su suave inglés, porque no habla una palabra de castellano. Cuando pasé por Nápoles a comienzos de este viaje, Gianni Rondinella me habló de él y le pedí que le mandara un mensaje. No supe nada de él durante un tiempo. En Chile, le escribí a Gianni preguntando por su contacto. Me dijo que no le había contestado, pero que le insistiría una vez más. Esta vez sí respondió y ya entramos en contacto. Dentro del difícil Tetris en que consiste este viaje, Gianfranco me ofreció hospedarme en su casa los días 2 y 3 de julio, por lo que hube de reservar un hotel en San Francisco para los dos días siguientes, desde el que les estoy escribiendo ahora. Por cierto, Gianfranco Savio no creo que tenga nada que ver con el Mario Savio del que habla la canción.

La casa de Gianfranco es espectacular, en dos plantas hundidas con respecto a la entrada, pero con fabulosas vistas sobre el downtown de la ciudad por el otro lado. Gianfranco es un exquisito a quien le gusta cocinar, hace unas cosas riquísimas, siempre improvisando y tiene la casa decorada con objetos artísticos de Italia y de China, con protagonismo especial para las porcelanas que él vendía hasta que se jubiló. Su vida es otra historia muy curiosa, era de algún lugar de la Toscana y se fue a un seminario en Francia, de donde salió cura y hablando francés. Después se salió de cura, se casó y se vino con su mujer a San Francisco, donde tenía diversos amigos de la colonia italiana. Aquí montó su negocio de venta de porcelanas italianas, con un socio que se llamaba precisamente Emilio. Me enseñó la fachada de la tienda, en donde aparecen ambos en una foto en blanco y negro, encima del escaparate.

Desde entonces ha vivido aquí, primero en una casa victoriana que restauró, hasta que su mujer se hartó de él y decidió separarse (Gianfranco no estaba muy por la labor, pero hubo de plegarse a la voluntad de su señora). En la partición vendieron la casa victoriana y él alquiló la casa en la que vive ahora, en la que lleva doce años. Ha tenido una novia china, también del negocio de las porcelanas, pero la cosa se frustró en los tiempos de la pandemia. Otra historia, en cierta forma cruzada con la que les he contado más arriba. Gianfranco había comido ya cuando yo llegué, pero me sacó un platito de cantaloupe and prosciutto, es decir, melón (del pequeñito) con jamón (de Parma). Me dejó margen para descansar un rato y luego salimos con el coche a ver diferentes zonas de San Francisco.

Gianfranco ha estado encantado de tenerme en su casa y ha hecho de cicerone desde el volante, aunque, igual que Gonzalo en San Diego, prefiere los paisajes y las panorámicas antes que las zonas centrales de la ciudad, por las que yo suelo moverme. Me llevó al Golden Gate Park y se sorprendió de que yo lo hubiera cruzado andando, hubiera seguido luego por el puente hasta Sausalito, para volver de nuevo por ese famoso puente y recorrer una zona de la costa norte de la ciudad visitando diversas atracciones turísticas, como la zona en la que viven numerosos lobos marinos, o el submarino Pampanito de la Segunda Guerra Mundial, que se puede entrar a visitar y que da bastante claustrofobia. Para él es una caminata inaudita, pero yo le dije que soy un caminante urbano incansable y que eso es lo que quería hacer. Entonces me llevó a unos acantilados, desde los que se puede bajar por un camino escalonado hasta la Mile Rock Beach, una playa en la que estuvimos sentados un rato observando las bandadas enormes de pelícanos cruzando arriba y abajo, junto con algunas gaviotas y cormoranes. Vean unas fotos. 





En las últimas pueden ver una de las bandadas de pelícanos y un cormorán sobre la roca. Volvimos a casa y Gianfranco preparó un pescadito blanco que no era de piscifactoría, sino de la bahía, con unas verduras a la plancha. Empezamos la cena con un auténtico Aperol Spritz y la seguimos con un chianti de primera clase. La habitación que me dejó en su casa es sin duda el mejor alojamiento que he tenido en todo el viaje, superando las de Gisele en Curitiba y Mónica en Kuala Lumpur. Una auténtica suite. Y ayer día 3 estuvimos juntos todo el día, con un programa parecido. Desayuno súper escogido y calle adelante con su coche. Me llevó primero a ver una iglesia moderna, muy querida por la comunidad italiana y obra del arquitecto Pier Luigi Nervi. Parece que fue en ella donde bautizaron a sus hijos. Vean más fotos. 



Continuamos visitando el Glenn Canyon, una copia pequeña del Gran Cañón, donde bajamos hasta abajo y volvimos a subir. Desde allí nos acercamos a Twin Peaks, el lugar popularizado por una serie de TV, donde hay un mirador sobre toda la ciudad. Aquí las imágenes, en donde pueden ver el corte en el tejido urbano que supone la Market Street, una especie de Spaccanapoli local.


Era hora de comer algo ligero y Gianfranco me llevó a un restaurante de sushi, donde conseguí que me dejara pagar insistiendo mucho. Yo me hubiera vuelto ya a casa a descansar, pero Gianfranco ama las playas recónditas y de difícil acceso y de nuevo me llevó a otra similar a la del día anterior, donde bajamos una larga pendiente. Esta estaba llena de perros porque es el lugar autorizado para ello en San Francisco. Aquí unas imágenes de la bajada y otra típica: la señora gorda con nueve perros.



Abajo, mientras estábamos sentados, Gianfranco se acordó de que a este lugar solía venir a pasear con una amiga que se llama Denise, es medio vecina suya y trabaja en el mantenimiento de edificios en renta para la agencia que los alquila. Y dijo: –voy a llamarla a ver si se viene a cenar con nosotros. Y la señora aceptó. Así es Gianfranco, le gusta improvisar. Así que subimos la enorme cuesta, lo que ya nos dejó reventados y volvimos a la casa a descansar una horita. Por cierto, una de las cosas que más me ha llamado la atención en San Francisco es una flotilla de automóviles sin conductor que pululan por toda la ciudad con un aire futurista que parece sacado de alguna película. Realmente impresiona pararse al lado en un semáforo y ver que no hay nadie al volante. es un servicio que ha contratado el Ayuntamiento para que operen como taxis. Y dice Gianfranco que son diez veces más seguros que los tradicionales, que sólo han sufrido un accidente y fue por culpa del contrario. Una foto del ingenio. 

Bien, esta vez Gianfranco preparó una pasta boloñesa de manual, que nos comimos con una ensalada a la que incorporó los restos del pescado de la noche anterior. Este hombre improvisa con mucho arte. Para beber, empezamos con un Campari y seguimos con un prosecco muy rico. La cena fue muy animada, Denise es una mujer interesante, como en los sesenta y tenía una complicidad alta con Gianfranco. Se interesó mucho por mi viaje y las anécdotas que le fui contando, que le parecieron admirables. La velada se prolongó con unas copitas de oporto, que Denise aceptó porque ella volvía a pie a su casa. Y, antes de despedirnos de ella, nos hicimos el selfie que ven abajo.

Hoy he desayunado con mi anfitrión y luego me ha acercado en su coche al hotel Kensington Park, muy cerca de Union Square, desde donde les estoy escribiendo. Me he despedido de mi amigo, he dejado las maletas en depósito, porque no se podía hacer el check-in y he bajado a la estación Powell Street en donde me he comprado una tarjeta de transportes que he estrenado inmediatamente para acercarme a Berkeley. Allí me esperaba mi amigo japonés Masafumi Koga. Masafumi, o Masa para los amigos, es el tercero en discordia de los amigos que mi hijo Lucas hizo durante su estancia en Osaka, que luego vinieron a Madrid y a los que acompañé todo el día hasta terminar en un tablao flamenco.

A los otros dos, Syoji Ito y Shinjia Nakamura, los encontré en Kyoto y pasé con ellos un día inolvidable, con encuentro de un gallego en el último sitio imaginable, que les conté. Masa continúa sus tareas de investigación química con una beca en Berkeley. Como les conté y quizá recuerden, yo sabía que se había casado con una japonesa que habla español y que tienen dos gatos. Hoy me ha contado que su mujer está embarazada, que quiere tener a su hijo en Japón en donde lleva dos meses y que él se irá para el parto, para disfrutar de la baja maternal, pero que ya no piensa volver por aquí. De hecho tiene firmado un contrato para un nuevo trabajo en Nagoya, a mitad de camino de Tokyo y Kyoto.

No sé si se han dado cuenta, pero es la tercera persona que visito y me dice que se va a mudar a la vuelta del verano, después de mi sobrino Zael Sanz a quien visité en Lima y Rafa de la Torre con quien estuve en Ciudad de México. Si mi viaje se hubiera planeado para septiembre, yo no tendría a nadie en Lima, ni en Ciudad de México, ni en Berkeley. Y, teniendo en cuenta mi experiencia negativa en Tijuana, es seguro que ya nunca podré repetir exactamente este viaje. Que por cierto, se acerca ya a su final. Hoy he reservado mis últimos vuelos y hoteles hasta la vuelta a Madrid. Con unos problemas considerables, porque mi tarjeta SIM de Orange no funciona en Estados Unidos. He conectado con el servicio de atención de la compañía y me han dicho que no pueden hacer nada, porque mi tarjeta es vieja, de 2012. Es una tarjeta 2G, que me ha servido en todo el mundo, pero que en Estados Unidos las han eliminado, igual que las 3G. Aquí sólo valen las 4G y las 5G, tema del que nadie me había avisado.

Menos mal que en Tijuana cargué mi tarjeta Revolut con 1.000 euros. Porque, para cualquier pago on line con la del BBVA, me envían un PIN de confirmación por SMS, que nunca me llegaría. Así que los últimos hoteles los he reservado por el sistema de pagar en el propio establecimiento, y los últimos vuelos con la tarjeta Revolut, que no confirma por SMS. Me han quedado exactamente 300 euros en esta tarjeta. Y desde que entré en USA estoy pagando las demás cosas con la del BBVA. Este tipo de puñetas técnicas son cansativas y te hacen perder mucho tiempo y mucha energía. Yo tuve problemas de este tipo que solucioné con imaginación en Kyoto. Luego se repitieron en Curitiba y arreglé el tema con ayuda del servicio de atención de Orange. En Tijuana volví a tener problemas, que se arreglaron solos. Y ahora esto.

Si no hubiera solucionado el tema intercambiando el uso de las tarjetas, aún tenía dos soluciones alternativas. Una acudir a una agencia de viajes, algo que no me gusta porque en USA son muy cutres, sólo se dedican a atender a los inmigrantes más tirados y no me dan ninguna confianza; en un viaje anterior tuve que recurrir a eso y tengo muy mal recuerdo. La otra, que alguno de mis hijos o algún amigo hiciera las reservas por mí, y ya le pagaría los gastos por una transferencia desde Madrid. Pero finalmente no ha hecho falta. De todas maneras, tengo la sensación de estar luchando todo el rato contra los elementos (especialmente informáticos). Este viaje hace tiempo que tiene tintes homéricos y yo, como Ulises, me las veo y me las deseo para encontrar el camino de vuelta a Ítaca. Pero salvando el ínterin de Tijuana, el balance del viaje es altamente positivo para mí, a falta de unos 20 días para concluirlo, que se irán contando oportunamente.

El día de hoy en Berkeley no ha tenido demasiada historia. Masafumi me ha enseñado la universidad, me ha paseado arriba y abajo por el campus, hemos subido a la torre del campanile desde donde se ven bonitas vistas hasta San Francisco, hemos entrado a su laboratorio en la facultad y me ha mostrado su lugar de trabajo, donde me ha explicado en qué consiste su investigación, algo que no he entendido completamente. El campus no tiene nada de especial, es amplio y verde pero, por ejemplo, al lado de Harvard o el del MIT (yo visité ambos en Boston), no hay comparación posible. Precisamente a Boston viaja mañana Masafumi, para una estancia de quince días. Por eso he tenido que mover mi Tetris para poderlo ver. Hemos comido en un restaurante japonés de udón y nos hemos despedido.

Y yo he cogido el BART de vuelta y me he venido al hotel. Antes me he comprado unas manzanas y unos yogures para esta noche, a ver si de una vez se me arreglan las tripas. Más o menos las tenía bien en San Diego, pero con las comidas pantagruélicas de Gianfranco he vuelto a recaer ligeramente, ya no tanto como la primera vez. En cuanto publique este post me comeré mi cena y a dormir. Afuera resuenan los fuegos artificiales por el 4 de julio, el Día de la Independencia, la segunda mayor fiesta nacional después del Día de Acción de Gracias. Mañana me gustaría ver el partido de España contra Alemania, pero no sé si encontraré donde verlo. Les dejo de despedida algunas fotos de mi entrañable amigo Masafumi Koga, con quien por cierto he roto por fin la racha de vejestorios con los que me estaba encontrando últimamente. Aunque con Gianfranco me lo he pasado muy bien. Sean buenos.  




martes, 2 de julio de 2024

32. De vuelta al paraíso

Les escribo ya desde el otro lado, en concreto, desde la casa de mi amigo Gonzalo López en Chulavista, condado de San Diego (USA). Anteayer acudimos a visitar el Parque Balboa, erigido en memoria del descubridor Vasco Núñez de Balboa, con mis anfitriones yanquis Gonzalo y Judy. Después, Gonzalo tenía una conexión on line de dos horas con su agrupación de electores para decidir si votan o no a Biden tras el fiasco del otro día. Mientras, Judy cocinó un salmón con arroz blanco y brócoli, adecuado a mis secuelas digestivas, que nos tomamos con un vinito blanco muy frío de estas tierras californianas. Y, a continuación, mientras Judy se iba a echar una siesta, Gonzalo y yo nos acercamos a su gimnasio para disfrutar de una sauna y un jacuzzi que nos dejó como nuevos. Ya ven que no exagero al decir que estoy de vuelta a este mundo tan querido y tan alejado del inframundo de allá al otro lado de la frontera.

No quiero recrearme mucho en el tema, pero en Tijuana he pasado los peores momentos de este viaje alrededor del mundo. No tanto por mi cagalera persistente, al fin y al cabo un problema físico con el que ya contaba enfrentarme en algún momento, sino por comprobar que mi querido amigo Diego Moreno ya no es la persona que yo conocí en 2004. En mi primera visita a Tijuana, en 2008, Diego era un hombre pletórico, lleno de energía, que me llevó a visitar San Diego, en donde estuvimos un día entero, y al día siguiente me bajó a conocer la hermosa ciudad de Ensenada, cien kilómetros al sur de Tijuana. El último día, Diego invitó a comer en su casa a su panda de amigotes, para los que cocinó una carne de primera (por cierto, en esa comida conocí precisamente a Gonzalo López).

En mi segunda visita, en 2018, yo venía de San Francisco y Los Ángeles y me alojé en un hotel de San Diego por una noche. Al día siguiente, Diego cruzó la frontera para encontrarse conmigo y pasamos todo el día caminando por la ciudad, visitando museos y barrios diferentes que Diego quería mostrarme. Y al anochecer, cruzamos caminando a Tijuana, donde yo estuve tres días para asistir a la presentación de su última novela en una librería de la ciudad, evento al que vinieron sus amigos de siempre. En ambas ocasiones, Diego me alojó en su casa, por donde su mujer pululaba silenciosamente, como una presencia discreta y evanescente. Eso es lo que yo me esperaba encontrar. Esta vez, sin embargo, he encontrado a mi amigo disgustado y estresado, con la casa invadida por hijo, nuera y nietos correteando. El cuarto que me ha dejado era diferente, porque el de siempre está ocupado por la familia de su hijo. Nada más llegar, ya advertí el cambio y la actitud triste de mi amigo.

El primer día lo pasamos por allí tirados, porque ambos estábamos medio malos. El segundo día, nos encontramos mejor y Diego propuso que bajáramos al centro de Tijuana. Él sabe cuánto me gusta a mí caminar por las ciudades. Llegamos a la Avenida Revolución y echamos a andar, pero le vi que se cansaba visiblemente y hasta temí que se tropezara. Así que al poco nos paramos en la cantina El Dandy del Sur, un lugar que siempre me había encantado. Y ahí me equivoqué, pensando que ya estaba curado y me tomé una cerveza. Después fuimos a La Corriente, una cebichería donde nos tomamos unos tacos de pescado, que acabaron de joderme las tripas. Por la tarde estaba yo peor y mi amigo de los nervios porque se acercaba el día de su cumpleaños y eso era lo que le tenía desquiciado. Vean una imagen que nos tomamos frente al mítico bar. y otra del interior.


Después de otra jornada interminable que pasamos por allí tirados, afrontamos el día del festejo. Durante todo ese tiempo, yo me sentía como atrapado en una trampa, porque mi anfitrión no me deja andar solo por la ciudad (nunca me dejó, porque dice que es peligroso), de modo que no me podía mover y tampoco podía hablar mucho con mi entristecido amigo. Para la comida de cumpleaños habían reservado en un restaurante y vinieron sus otras dos hijas, una de ellas con marido, la otra con una nieta de Diego. Esta parte de la familia ha triunfado en sus empresas y se les ve pletóricos y felices, pero imagino que son conscientes de la situación del patriarca. Y desde luego yo no pintaba nada en este festejo estrictamente familiar. ¿Qué ha pasado en estos seis años? Pues que Diego se ha empeñado en seguir adelante con un invento que tiene patentado y al que le está dedicando todo su tiempo y todo su dinero. Se trata de un sistema que capta energía de una especie de molinillos a los que mueve el viento. Se pueden poner encima de las casas o en los coches.

Es una idea genial, que nadie ha tenido antes, pero hace seis años, cuando yo vine, el tema estaba a punto de empezar a comercializarse y ahora, por lo que he visto, sigue a-puntito-a-puntito de empezar a dar dinero. Diego ha implicado a su hijo en el tema y ojalá que les salga todo bien. Pero todo el tiempo y la energía empleados en los doce años que lleva dedicados full-time al asunto, le están pasando factura. Ha perdido a los amigos que me presentó en mi primera visita, ninguno de ellos le felicitó siquiera. Y hasta el propio Gonzalo no sabe qué hacer para ayudarle. En esta situación, cumplir 80 años es un aldabonazo de alerta, más que una ocasión de júbilo. A lo largo de todo este viaje yo me he ido encontrando con gente feliz, que se alegraba de verme y me incorporaba por unos días a su vida. Ese era mi plan. Sin embargo, en Tijuana he dado con un hombre abrumado por una tensión y un estrés que lo tienen consumido. Y, en todo momento, me he sentido como un incordio adicional a su situación.

No quiero incidir más en este triste asunto, sólo diré que, de haber sabido que la situación era de esta manera, no hubiera incluido en mi viaje Tijuana, una ciudad bastante fea, pero a la vez fascinante, como han podido comprobar en los dos posts precedentes que, por cierto, los tenía en buena parte escritos de mis visitas anteriores. El día 29 de junio, sábado, hice mis maletas y Diego me acercó con su coche a la frontera. Nos despedimos con un abrazo y me incorporé a una fila interminable, que no se movía aparentemente. Esto también ha cambiado después del mandato de Trump, que empeoró mucho las condiciones de paso de la frontera, sin que Biden las haya mejorado. Por allí apareció un tipo que ofrecía llevar a la gente a otra puerta con menos cola por 10 dólares. Le pagué y me dio un ticket.

Con el ticket me fui hasta una oficina que dirige ese negocio. Allí me pidieron el pasaporte y al ver que era español me dijeron que no podía pasar con su camioneta. Volví a buscar al primer tipo para que me devolviera el dinero, pero me dijo que si le daba otros diez dólares me llevaría a una puerta donde sí me dejarían entrar sin problemas. Así es como se lo tienen montado. Un coche me llevó precisamente a la entrada de El Chaparral, por donde había pasado yo hace seis años. Pero allí había también una cola considerable, que apenas avanzaba. Todo esto a pleno sol y con mis maletas. Yo observé que algunas personas caminaban al lado de la cola sin guardar turno. Pregunté a la chica que tenía delante y me dijo que era gente que trabajaba en la propia frontera pero que ella, que pasaba con frecuencia, veía siempre algunos que no guardaban la cola, caminaban hasta los primeros lugares y nadie les decía nada.

Decidí intentarlo y aprovechar las canas y mi aspecto respetable. Es que, si me quedo en la cola, creo que hubiera tardado entre tres y cuatro horas en pasar. Le eché cara y recordé lo que me había dicho mi amigo Rafa en Ciudad de México: que los mexicanos son huevones y que todo se la suda o, como dicen ellos, les vale madre. Caminé un buen rato en paralelo a la enorme cola y casi en la puerta me metí entre dos chicas diciendo: perdón, ya sé que esto no está bien, pero soy una persona mayor, estoy medio enfermo y no puedo esperar al sol tres horas. Nadie dijo nada. Les valía madre. En quince minutos estaba delante del agente de aduanas de la frontera yanqui, que examinó mi pasaporte, comprobó que tenía la ESTA pagada y en orden y me franqueó el paso. No se imaginan el alivio que sentí.

De todas formas es indignante que en el puesto fronterizo haya sólo dos agentes y no pongan a más gente para que no se formen esas colas. Es un desprecio insultante. Pero mi trayecto todavía no se había terminado. Con mis maletas y al sol aún tuve que caminar un buen rato hasta llegar a la parada del trolley, el tranvía de color rojo del sistema de transportes de San Diego. Allí compré un ticket y me senté por fin en un vagón con aire acondicionado. Me bajé en la parada de la E street y busqué un café, donde pedí la clave de WiFi y llamé a Gonzalo para que viniera a recogerme. También le puse un whatsapp a Diego para decirle que ya estaba del otro lado. Desde el momento en que salí de casa de Diego hasta que Gonzalo me recogió, pasaron dos horas y media. Pero para mí es como si hubieran sido seis.

Gonzalo me llevó en su coche hasta su casa, un chaletito de una planta con jardín en una zona en la que hay miles iguales. El condado de San Diego agrupa a 17 ciudades, con un total de 3,7 millones de habitantes. Gonzalo es colombiano pero vino a estudiar Económicas a los USA en los años 70 y ya se quedó. Su mujer Judy es norteamericana de origen murciano. Gonzalo está a punto de cumplir 78 años y su mujer es mucho mayor. Y viven en una situación económica holgada, dedicados a su mayor pasión: viajar. Acababan de venir precisamente de España, donde les gusta mucho ir. Judy había preparado un ajiaco, guiso colombiano de pollo y verduras bastante adecuado para que yo fuera recuperando la normalidad digestiva. Aquí una foto de la pareja en su jardín durante la comida.

Después de una siesta, nos montamos todos en el coche para acercarnos a la playa de Coronado a pasear a los perritos que tiene esta pareja. Son dos perritas que se llaman Debby y Tina y en realidad son del hijo de la pareja, Alberto, que es músico y les deja las perras cada vez que se va de gira. En Coronado hay una playa bastante larga, con un sector acotado para soltar a los perros, que estaba lleno. Al final del sector de los perros empieza la zona prohibida, la base naval de San Diego, donde está estacionada la Sexta Flota, una armada descomunal. Pedí hacerme cargo de los perros y abajo tiene la foto que me hicieron. 

Tras el paseo, recalamos en un café francés que se llama Tartine en donde admiten perros. Nos tomamos unos tés con unos bollitos y nos fuimos a casa. Gonzalo y Judy tienen una casa amplia y cómoda, y me han dejado un cuarto muy grande, donde dormí como un cura. El segundo día ya se lo he contado al principio de este post y el tercero no fue muy distinto. Gonzalo me llevó en coche a ver distintos pueblos del condado con bonitas vistas panorámicas, pero no a los barrios centrales de San Diego, el Gaslamp y el Downtown, que es lo que me hubiera gustado a mí. Pero yo he aparecido por aquí en la rutina de una pareja mayor y debo adaptarme a lo que ellos quieran hacer. Y no parece que los magníficos barrios centrales de la ciudad de San Diego les interesen demasiado. A efectos del blog no es nada muy espectacular, pero hoy vuelo a San Francisco y espero que el tema mejore.

Me queda contarles cómo se conocieron Gonzalo y Diego. La cosa fue en el contexto de una iniciativa imposible: el proyecto de crear una región metropolitana Tijuana-San Diego. Esto es como pretender mezclar el aceite y el agua. Diego era entonces un alto cargo técnico del Ayuntamiento de Tijuana y Gonzalo siempre es una persona inquieta que durante años fue el director del Festival de Cine de San Diego. La iniciativa fracasó, como no podía ser de otra manera, pero ellos dos se hicieron amigos transfronterizos. Una amistad que pende de un hilo, pero que quizá sea una de las últimas que le quedan a Diego, junto con la mía. Hoy Gonzalo me llevará al aeropuerto para coger un vuelo a San Francisco y espero tener de nuevo otras cosas que contar. Para terminar, les voy a mostrar unas cuantas imágenes de mi estancia en San Diego. Sean buenos.


Arriba la fachada de uno de los museos integrados en el parque Balboa, el parque urbano más grande de los Estados Unidos, que reproduce la puerta del Hostal de los Reyes Católicos de Santiago. Abajo una imitación de la Giralda de Sevilla.


Aquí dos imágenes del gran cementerio militar contiguo a la base naval, no tan grande como el de Arlington, pero bastante impresionante también.



Dos fotos tomadas en Ocean Beach, el último reducto hippy.



La casa tipo del barrio donde vive Gonzalo en Chulavista.


Por último, mi selfie con Gonzalo para la posteridad. Nos vemos en Frisco. Bye Bye.