sábado, 20 de julio de 2024

39. Spanishman in New York

Bueno, esto se está acabando, a este blog le quedan dos telediarios y empiezo a escribir este post con una especie de anticipo de nostalgia: se está cerrando una fase de mi vida y empezará otra, en la que en principio no tengo intención de dedicarme a contar lo que me vaya sucediendo con la minuciosidad con que lo he hecho en estos más de tres meses fuera de casa. Esto era un proyecto literario-vital, como les dije en el primer post, y toca ir pensando en poner la palabra fin. El título del post, para quien no lo haya pillado, hace referencia al delicioso tema de Sting Englishman in New York, canción publicada en 1987, ya ven que todas mis referencias musicales llegan hasta una época bastante concreta. Escúchenlo y seguimos.

En el vídeo se ve un Nueva York invernal, bajo la nieve, nada que ver con el bochorno que hay en el mes de julio y que me va a servir para prepararme para el infierno térmico madrileño. Este tema es puro jazz y el mensaje final de la canción me viene al pelo para continuar: be yourself, no matter what they say. Es decir: sé tú mismo, no importa lo que digan. Pues en mi última noche en Seattle, antes de volar a New York, yo, con los debidos respetos, fui yo mismo y salí a escuchar jazz-blues del bueno para lo cual me planté a las seis de la tarde en la puerta del Dimitriou’s Jazz Alley, a unos quince minutos de mi hotel. Era la hora de apertura de puertas y mi única posibilidad de encontrar una mesa libre para una persona, sin tener reserva previa.

Ya conocía el lugar de mi anterior visita a Seattle, tienen una selección de artistas bastante exigente y, de hecho, Halie Loren con quien terminé el post anterior, tocará en este lugar los días 30 y 31 de julio. Me hubiera gustado verla, pero qué se le va a hacer. El grupo que vi, cuyo nombre no he anotado, estaba compuesto por nueve músicos de rhythm and blues y soul, todos muy veteranos: cantante, guitarra, bajo, batería, teclados, dos saxos y dos trompetas. Es el tipo de música que en su día lanzaron los Bar Kays, condensado en el tema Soul Finger, nada menos que de 1967; aquí el menda tenía 16 añitos cuando ya se bailaba esto. Les voy a pedir que escuchen una versión remasterizada. Me presumo que muchos de ustedes, queridos lectores de este blog, ni siquiera habían nacido.

Los Bar Kays eran siete y, poco después de este hit-single, cuatro de ellos se mataron en el mismo accidente de aviación en el que murió Otis Redding. Y la cosa ya no pudo seguir. Pero este estilo de música ha marcado a toda una generación, la mía y lo cierto es que el Dimitriou’s estaba lleno de veteranos, mayoritariamente parejas del tipo grande y poco ágil, son muchos años de comer hamburguesas y similares. Sólo había algunos jóvenes acompañando a sus padres, porque el lugar es caro y a esta generación le va más el rap y el reguetón. La actuación empezaba a las 19.30 y se terminaba a las 21.00 (después hay un segundo pase, pero ya les dije que yo tenía que madrugar). Y decidí cenar allí mismo con una IPA beer. El restaurante es muy bueno, aunque también caro como la entrada, pero así yo ya me vería a las nueve con todo hecho para volverme a dormir al hotel. Vean un clip que les grabé, desde mi mesa al lado del escenario.

Bien, caminé en la noche por en medio de las hordas de zombies que pueblan las calles del centro de Seattle hasta llegar a mi hotel, donde me dispuse a dormir un rato. Tenía la alarma puesta a las tres de la mañana para disponer de una hora para ducharme, vestirme y hacer las maletas. A las cuatro me esperaba un coche que había reservado a través del propio hotel y que me llevó en media hora al aeropuerto. Allí mi vuelo salía a las siete y media y yo quise estar tres horas antes como me recomendaron, aunque en un vuelo doméstico es una tontería. Desayuné en el aeropuerto, hice tiempo y me las arreglé para entrar de los primeros, haciendo valer mi calidad de idoso.

El vuelo transcurrió sin mayores incidencias, en el check-in on line me habían castigado por no comprar ningún extra, dándome el asiento último de pasillo, justo enfrente del aseo, es decir: trasiego continuo de gente que te da codazos y culazos, bastante molesto, la verdad. Por lo demás, los de Alaska Airlines tampoco te dan ni la hora, como parece ser la moda, algo que me da mucha rabia. Antes estos vuelos eran con comida, te la cobraban con el billete. Pero llegaron las low cost y ahora casi todas las compañías se han igualado con ellas a la baja. En cinco horas, apenas sacaron un paquete de saladitos que era una vergüenza.

Le dije a la chica que me los tomaría con una cerveza si era gratis, en caso contrario que me sacara un vaso de agua. Con una sonrisa amplia, me aclaró que la cerveza no era en absoluto gratis, pero que ella me iba a invitar a una como compensación por viajar en el peor asiento del avión. Le di las gracias y añadí que, francamente, no entendía por qué me habían castigado así, que yo había hecho el check-in on line muy pronto. Me contestó que eso lo hace una máquina y la máquina es caprichosa, pero no tiene mala intención. Es decir, la máquina se parece a esos dioses traviesos y despiadados que digo yo que rigen nuestros destinos.

En el aeropuerto JFK intenté reservar un Uber, pero la aplicación no me funcionaba, debe de ser que tenía jet-lag. Así que busqué un taxista que, para variar, me estafó, tardó una eternidad y, ya delante de la casa de Anna Zetkulic, me duplicó la estafa con un truco con la propina que yo no le quería dar. Lo despedí a gritos diciéndole que era un fucking scammer y que, cuando llegara a su casa por la noche, se mirara al espejo para ver la mierda de persona que era. Anna me estaba esperando en la escalera de la calle, con mucha prisa: me había contado por Whatsapp que había tenido que cambiar de planes porque le había pasado una putada.

Ella me dejaba la casa porque tenía un billete para volar a Montana esa misma noche, pero el día antes, su abuela, que vive en New Jersey y tiene más de 90, había caído en picado y estaba hospitalizada. Pero ella se había comprometido conmigo a dejarme la casa y lo iba a cumplir, miren si es maja esta mujer. En New Jersey tiene casa con sus primas y, si para algo ha de volver a Nueva York, puede dormir en casa de su tía, un par de calles más al norte de la suya. Deprisa y corriendo me explicó como abrir y cerrar la puerta (son tres llaves), cómo poner la lavadora y como conectarme a Internet. Además, como ella va a estar con su abuela, se mantendrá conectada todo el tiempo, por si tengo algún  problema. Y se fue pitando.

La casa de Anna Zetkovic es como de juguete, parece la casita de Blanca Nieves. Está en uno de esos edificios de estilo victoriano conocidas como brownstones, tan típicos del Nueva York antiguo. Hay que subir tres pisos y se entra en un espacio único, donde está la cocina a un lado y detrás de ella el baño. Subiendo una escalerita se llega a un altillo que hay sobre la propia cocina pero, una vez arriba, hay que moverse a gatas para llegar a la cama, porque no hay ni un metro de altura libre. Pero el baño está bien, la ducha funciona fenomenal, y el ambiente es encantador, con esas ventanas de guillotina que se suben con esfuerzo porque están medio encajadas. Vean unas imágenes de las cuatro paredes del espacio principal.




Con las prisas por el problema de su abuela, Anna ni siquiera hizo la cama, estos días estoy durmiendo en sus mismas sábanas, pero estaban limpias y yo tampoco estoy sudando demasiado, porque hay un acondicionador abajo que suelo dejar encendido toda la noche. Después de situarme y comprobar que sabía entrar y salir a la calle sin quedarme encerrado fuera o en medio, eché toda mi ropa sucia a la lavadora y la puse a funcionar. Y, al final, al ir a colgar la colada, caí en la cuenta de que había varias bragas y otras pertenencias de la chica, que debe de ser que no tiene cesto para la ropa sucia y la echa directamente al tambor. Así que hice lo que haría cualquiera de ustedes: colgar las bragas con mis cosas y al día siguiente, una vez secas, dejárselas dobladitas en un poyete.

Salí a comer algo por el entorno cercano y miré primero en la Trattoría Joanna que, al parecer, es propiedad de los padres de Lady Gaga, que se crió en este barrio. Pero me pareció muy caro y acabé en un chino que se llama Empire, bastante más económico y donde no se come mal, al estilo chino. Es lo que tiene Nueva York; que hay ofertas de todos los precios. Me volví a la casa y dormí como un bendito, eso sí, con tapones en los oídos, porque el viejo acondicionador de aire mete un escándalo que no había oído yo desde que estuve en Cuba y tuve que dormir con aparatos antediluvianos como este. Y, al día siguiente, me dispuse a disfrutar de este regalo del cielo que constituye para mí disponer durante una semana de una casa en la calle 70 de Nueva York, vamos, a cincuenta metros del edificio Dakota, donde se rodó La Semilla del Diablo y en cuya puerta mataron a John Lennon (Yoko Ono sigue viviendo allí).

Nueva York es una ciudad muy querida por mí, llena de recuerdos, en donde he estado cuatro veces. La primera, en 1982, en el viaje de fin del Máster de Técnico Urbanista del INAP. Vinimos en primavera y ese mismo otoño entré a trabajar en el Ayuntamiento de Madrid. La segunda, en 1987, cuando viajé con mi añorado amigo Joe a correr el Marathón. Una experiencia única. No volví hasta 2010, cuando vine con mi nueva chica de entonces para enseñarle la ciudad. Y repetí en 2012, cuando me invitaron a participar en el primer congreso Greater and Greener, organizado por la City Parks Alliance, la sociedad que agrupa a los responsables de los mayores parque urbanos de las grandes ciudades norteamericanas.

Este es un evento que me marcó profundamente, allí conocí a Rumi Satoh y por primera vez me pagué parte de los gastos, porque me sentí muy feliz vistiéndome cada día con traje y corbata y acudiendo a pie al congreso a participar en una cosa como esa. Por algo así, yo pago lo que me pidan. Y la fiesta de cierre se celebró en la Gracie Mansion, un edificio propiedad del ayuntamiento de New York en el que los alcaldes pueden residir si lo desean. En ese momento, el alcalde era Bloomberg, que había decidido seguir viviendo en su mansión de Long Island, pero que dedicaba la Gracie a eventos y saraos. El propio Bloomberg estuvo con nosotros toda la fiesta y yo lo saludé y conversé con él un rato. Por cierto, Bill de Blasio que le sucedió en el puesto en 2014, sí que residió todo su mandato en la Gracie Mansion, que está junto al East River.

Recuerdos emotivos. Y yo disponía ahora de seis días para volver a ver las cosas que más me habían interesado en mis anteriores visitas. Anteayer, jueves, 18 de julio, me levanté, me duché y salí a buscar un buen sitio para desayunar. Los hay a cientos. Esta es una ciudad que sigue muy viva, hay multitudes en las calles desde las primeras horas y hay homeless esporádicos que resultan casi invisibles en medio de la muchedumbre. Tras desayunar mi reglamentario Café Latte con un muffin, bajé a una estación de Metro a comprarme una Metrocard. A mí me gusta mucho moverme a pie, pero por experiencia sé que en esta ciudad tan grande compensa moverse en Metro y caminar luego por los sitios elegidos. Me compré una Metrocard que puedo usar todas las veces que quiera durante una semana y que me costó exactamente 35 dólares.

Y la usé por primera vez para ir a la calle 42. Allí eché a andar hacia el oeste. Al final de la calle está el muelle 83, en donde se coge el barquito de la Circle Line, que da toda la vuelta a la isla de Manhattan. Se puede tomar medio círculo, que es lo que suele hacer todo el mundo, porque las vistas más espectaculares están en el lado sur; allí te hacen un tirabuzón delante de la Estatua de la Libertad y la isla Ellis, luego entran un poco en el East River y se dan la vuelta. Pero yo tenía empeño en hacer la vuelta completa. La parte norte es muy fea, pero los viajes hay que hacerlos así. Digamos que, yo estoy también cerrando una vuelta al mundo que ha incluido partes feas como la de Tijuana. Pues esto es igual. La vuelta completa dura dos horas y media, aproveché para comer un hot-dog con una cerveza e hice un montón de fotos. Les selecciono algunas.


Aquí pueden ver en el centro una de las últimas novedades neoyorkinas: el edificio Edge, por cierto, firmado por un arquitecto de Cuenca. Es un ingenio que sólo sirve para subir hasta arriba de todo, mirar las vistas y volver a bajar. Se inauguró hace unos años, como lo más de lo más, pero enseguida tuvieron que cerrarlo, porque la gente lo usaba para suicidarse. De momento sigue cerrado y no saben qué hacer con él.


Arriba una vista de New Jersey, al otro lado del río Hudson, en donde se puede distinguir una estatua de Jaume Plensa, Abajo la típica de la estatua de la Libefrtad, adonde por cierto, nunca he subido.



Arriba la vista de Manhattan desde el sur. Abajo la zona sureste, con los muelles recuperados para zonas de ocio.



Arriba el Puente de Brooklyn y abajo el Empire State.



Arriba un edificio con dos torres que parecen estar ejecutando una danza. No sé nada de él, pero parece claro que detrás hay una firma de algún arquitecto de prestigio. Abajo el edificio de las Naciones Unidas y más abajo el selfie en el barco.


Desde el muelle 83 cogí un bus a lo largo de la calle 42 y luego un Metro hasta el sur de la isla, para ver cómo está lo que en su día se llamó la Zona Cero. Hace seis años, todavía había obras en el solar que quedó cuando derribaron las Torres Gemelas. Ahora ya está todo restaurado. Hay una estación de Metro con proyecto de Santiago Calatrava, con el aspecto previsible. La huella de las antiguas torres sigue con los dos monumentos en el lugar que ocupaban,  cada uno formado por una caída cuadrangular de agua, y otra más pequeña en el centro. En el borde están grabados los nombres de todas las víctimas. El cuadrado norte, estaba esta vez sin agua, deben de estar ahorrando por la sequía. Hay también por allí un Survivor Tree, el único árbol que permanecía vivo debajo de la masa de cemento que les cayó encima. Lo llevaron a una nurserie de árboles, lo revivieron y lo han trasplantado de vuelta en el área. Por último, el nuevo edificio del World Trade Center. Vean las fotos. 





Tomé el Metro de vuelta y le pedí a Anna que me recomendara un buen restaurante cerca de su casa, porque llevaba todo el día con un perrito caliente, además del desayuno. Me mandó al Shalel, a dos minutos de casa. Es un restaurante de cocina de todo el mediterráneo, allí hay platos griegos, turcos, libaneses, sirios, italianos y españoles (croquetas de jamón). Es muy coqueto, con luces en penumbra, música diversa, con mucho canto árabe, pero algo de flamenco de vez en cuando. También hay platos portugueses. Estaba casi lleno, pero conseguí un sitio en una especie de barra y me comí una musaka deliciosa. Y el colmo: tienen cerveza Estrella Galicia de botella. Me di una de las mejores cenas del viaje. Y concluí así el primero de los seis días neoyorkinos con los que voy a cerrar este viaje de vuelta al mundo.

Ayer viernes, desayuné en una pastelería diferente de la del primer día y luego me cogí el Metro, de nuevo hasta la calle 42, sólo que salí hacia el otro lado. Estuve visitando el Bryant Park y la Biblioteca Pública de Nueva York, que está en un lado del parque. Luego caminé hasta el Empire State. Quería saber si había mucha cola. No la había, así que me saqué un ticket para subir a las plantas 80, 86 y 102. Es esta una visita muy turística y bastante cara, pero imprescindible. Y con este calor, apenas hay algo de turismo interior, así que perfecto. Estuve un buen rato por los miradores y, de nuevo les hago una selección de fotos. Desde arriba, se comprueba que esta ciudad gigantesca funciona, como un mecanismo de relojería. Como Tokyo.







De nuevo abajo, me dirigí a la Central Station, magnífico edificio que sigue en pleno funcionamiento. Allí busqué el mítico Oyster Bar, en un sótano techado con una cubierta del famoso Guastavino, maestro de obras español con una vida que ha dado para varias novelas. El tipo salió por piernas de España, acosado por problemas amorosos y legales y logró convertirse en un constructor famoso en Norteamérica, mediante el sistema tradicional de bóvedas valencianas. Yo creo que no era ni arquitecto ni nada, pero no estoy seguro. Si quieren saber algo más de este personaje, pinchen AQUÍ.

En el Oyster Bar me comí una pasta con verduras, con Estrella Galicia de grifo. Y continué mi paseo por el edificio Chrisler, en el que sólo te dejan entrar al vestíbulo, el Waldorf Astoria, donde se hospedaban desde Rita Hayworth hasta el Aga Khan, que está ahora en obras, la Saint Patrick New Cathedral, hasta el Rockefeller Center, donde en invierno se instala la pista de hielo para patinaje que ha salido en tantas películas. Cogí entonces la Quinta Avenida hacia el norte, pasé por la Torre Trump, el Tiffany’s y llegué hasta el Hotel Plaza, ya en la esquina del Central Park. Y allí estaba ya a un paso de casa. Subí, descansé un poco y me puse a escribir este post, que va a ser uno de los últimos del blog.

¿Han pensado ustedes a qué van a dedicar su tiempo libre cuando yo deje de escribir. Pues ya lo pueden ir pensando, porque esto se acaba. Ayer paré un rato mi escritura para salir a cenar algo. Y repetí en el chino de al lado, que, como la noche estaba algo más fresca, había puesto una terracita en la acera. Me comí un pollo con brócoli y arroz blanco, que estaba muy bueno, exactamente por 20,83 euros. Para que vean que en Nueva York se puede comer barato. Me quedan ahora cuatro días más de explorar la ciudad y un quinto de viaje, para el que ya he averiguado qué he de hacer para llegar al JFK en el Metro, sin que me estafen. Lo dicho; que se porten bien y aguanten el calor, que dicen en mi tierra que nunca choveu que non escampara. El calor se acabará un día, como se acabará este blog que ya está en la recta final.

6 comentarios:

  1. New York, New York!!!!!

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    1. Y usted que lo diga, querido desconocido recalcitrante.

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  2. Genial Ia historia del Guastavino ese, menudo pájaro.

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  3. Muy chulas las fotos ya te va quedando menos sigue disfrutando.

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    1. Sí, un telediario más y ya estaré listo para tomarme la penu con Críspulo y contigo. Abrazos.

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