martes, 2 de julio de 2024

32. De vuelta al paraíso

Les escribo ya desde el otro lado, en concreto, desde la casa de mi amigo Gonzalo López en Chulavista, condado de San Diego (USA). Anteayer acudimos a visitar el Parque Balboa, erigido en memoria del descubridor Vasco Núñez de Balboa, con mis anfitriones yanquis Gonzalo y Judy. Después, Gonzalo tenía una conexión on line de dos horas con su agrupación de electores para decidir si votan o no a Biden tras el fiasco del otro día. Mientras, Judy cocinó un salmón con arroz blanco y brócoli, adecuado a mis secuelas digestivas, que nos tomamos con un vinito blanco muy frío de estas tierras californianas. Y, a continuación, mientras Judy se iba a echar una siesta, Gonzalo y yo nos acercamos a su gimnasio para disfrutar de una sauna y un jacuzzi que nos dejó como nuevos. Ya ven que no exagero al decir que estoy de vuelta a este mundo tan querido y tan alejado del inframundo de allá al otro lado de la frontera.

No quiero recrearme mucho en el tema, pero en Tijuana he pasado los peores momentos de este viaje alrededor del mundo. No tanto por mi cagalera persistente, al fin y al cabo un problema físico con el que ya contaba enfrentarme en algún momento, sino por comprobar que mi querido amigo Diego Moreno ya no es la persona que yo conocí en 2004. En mi primera visita a Tijuana, en 2008, Diego era un hombre pletórico, lleno de energía, que me llevó a visitar San Diego, en donde estuvimos un día entero, y al día siguiente me bajó a conocer la hermosa ciudad de Ensenada, cien kilómetros al sur de Tijuana. El último día, Diego invitó a comer en su casa a su panda de amigotes, para los que cocinó una carne de primera (por cierto, en esa comida conocí precisamente a Gonzalo López).

En mi segunda visita, en 2018, yo venía de San Francisco y Los Ángeles y me alojé en un hotel de San Diego por una noche. Al día siguiente, Diego cruzó la frontera para encontrarse conmigo y pasamos todo el día caminando por la ciudad, visitando museos y barrios diferentes que Diego quería mostrarme. Y al anochecer, cruzamos caminando a Tijuana, donde yo estuve tres días para asistir a la presentación de su última novela en una librería de la ciudad, evento al que vinieron sus amigos de siempre. En ambas ocasiones, Diego me alojó en su casa, por donde su mujer pululaba silenciosamente, como una presencia discreta y evanescente. Eso es lo que yo me esperaba encontrar. Esta vez, sin embargo, he encontrado a mi amigo disgustado y estresado, con la casa invadida por hijo, nuera y nietos correteando. El cuarto que me ha dejado era diferente, porque el de siempre está ocupado por la familia de su hijo. Nada más llegar, ya advertí el cambio y la actitud triste de mi amigo.

El primer día lo pasamos por allí tirados, porque ambos estábamos medio malos. El segundo día, nos encontramos mejor y Diego propuso que bajáramos al centro de Tijuana. Él sabe cuánto me gusta a mí caminar por las ciudades. Llegamos a la Avenida Revolución y echamos a andar, pero le vi que se cansaba visiblemente y hasta temí que se tropezara. Así que al poco nos paramos en la cantina El Dandy del Sur, un lugar que siempre me había encantado. Y ahí me equivoqué, pensando que ya estaba curado y me tomé una cerveza. Después fuimos a La Corriente, una cebichería donde nos tomamos unos tacos de pescado, que acabaron de joderme las tripas. Por la tarde estaba yo peor y mi amigo de los nervios porque se acercaba el día de su cumpleaños y eso era lo que le tenía desquiciado. Vean una imagen que nos tomamos frente al mítico bar. y otra del interior.


Después de otra jornada interminable que pasamos por allí tirados, afrontamos el día del festejo. Durante todo ese tiempo, yo me sentía como atrapado en una trampa, porque mi anfitrión no me deja andar solo por la ciudad (nunca me dejó, porque dice que es peligroso), de modo que no me podía mover y tampoco podía hablar mucho con mi entristecido amigo. Para la comida de cumpleaños habían reservado en un restaurante y vinieron sus otras dos hijas, una de ellas con marido, la otra con una nieta de Diego. Esta parte de la familia ha triunfado en sus empresas y se les ve pletóricos y felices, pero imagino que son conscientes de la situación del patriarca. Y desde luego yo no pintaba nada en este festejo estrictamente familiar. ¿Qué ha pasado en estos seis años? Pues que Diego se ha empeñado en seguir adelante con un invento que tiene patentado y al que le está dedicando todo su tiempo y todo su dinero. Se trata de un sistema que capta energía de una especie de molinillos a los que mueve el viento. Se pueden poner encima de las casas o en los coches.

Es una idea genial, que nadie ha tenido antes, pero hace seis años, cuando yo vine, el tema estaba a punto de empezar a comercializarse y ahora, por lo que he visto, sigue a-puntito-a-puntito de empezar a dar dinero. Diego ha implicado a su hijo en el tema y ojalá que les salga todo bien. Pero todo el tiempo y la energía empleados en los doce años que lleva dedicados full-time al asunto, le están pasando factura. Ha perdido a los amigos que me presentó en mi primera visita, ninguno de ellos le felicitó siquiera. Y hasta el propio Gonzalo no sabe qué hacer para ayudarle. En esta situación, cumplir 80 años es un aldabonazo de alerta, más que una ocasión de júbilo. A lo largo de todo este viaje yo me he ido encontrando con gente feliz, que se alegraba de verme y me incorporaba por unos días a su vida. Ese era mi plan. Sin embargo, en Tijuana he dado con un hombre abrumado por una tensión y un estrés que lo tienen consumido. Y, en todo momento, me he sentido como un incordio adicional a su situación.

No quiero incidir más en este triste asunto, sólo diré que, de haber sabido que la situación era de esta manera, no hubiera incluido en mi viaje Tijuana, una ciudad bastante fea, pero a la vez fascinante, como han podido comprobar en los dos posts precedentes que, por cierto, los tenía en buena parte escritos de mis visitas anteriores. El día 29 de junio, sábado, hice mis maletas y Diego me acercó con su coche a la frontera. Nos despedimos con un abrazo y me incorporé a una fila interminable, que no se movía aparentemente. Esto también ha cambiado después del mandato de Trump, que empeoró mucho las condiciones de paso de la frontera, sin que Biden las haya mejorado. Por allí apareció un tipo que ofrecía llevar a la gente a otra puerta con menos cola por 10 dólares. Le pagué y me dio un ticket.

Con el ticket me fui hasta una oficina que dirige ese negocio. Allí me pidieron el pasaporte y al ver que era español me dijeron que no podía pasar con su camioneta. Volví a buscar al primer tipo para que me devolviera el dinero, pero me dijo que si le daba otros diez dólares me llevaría a una puerta donde sí me dejarían entrar sin problemas. Así es como se lo tienen montado. Un coche me llevó precisamente a la entrada de El Chaparral, por donde había pasado yo hace seis años. Pero allí había también una cola considerable, que apenas avanzaba. Todo esto a pleno sol y con mis maletas. Yo observé que algunas personas caminaban al lado de la cola sin guardar turno. Pregunté a la chica que tenía delante y me dijo que era gente que trabajaba en la propia frontera pero que ella, que pasaba con frecuencia, veía siempre algunos que no guardaban la cola, caminaban hasta los primeros lugares y nadie les decía nada.

Decidí intentarlo y aprovechar las canas y mi aspecto respetable. Es que, si me quedo en la cola, creo que hubiera tardado entre tres y cuatro horas en pasar. Le eché cara y recordé lo que me había dicho mi amigo Rafa en Ciudad de México: que los mexicanos son huevones y que todo se la suda o, como dicen ellos, les vale madre. Caminé un buen rato en paralelo a la enorme cola y casi en la puerta me metí entre dos chicas diciendo: perdón, ya sé que esto no está bien, pero soy una persona mayor, estoy medio enfermo y no puedo esperar al sol tres horas. Nadie dijo nada. Les valía madre. En quince minutos estaba delante del agente de aduanas de la frontera yanqui, que examinó mi pasaporte, comprobó que tenía la ESTA pagada y en orden y me franqueó el paso. No se imaginan el alivio que sentí.

De todas formas es indignante que en el puesto fronterizo haya sólo dos agentes y no pongan a más gente para que no se formen esas colas. Es un desprecio insultante. Pero mi trayecto todavía no se había terminado. Con mis maletas y al sol aún tuve que caminar un buen rato hasta llegar a la parada del trolley, el tranvía de color rojo del sistema de transportes de San Diego. Allí compré un ticket y me senté por fin en un vagón con aire acondicionado. Me bajé en la parada de la E street y busqué un café, donde pedí la clave de WiFi y llamé a Gonzalo para que viniera a recogerme. También le puse un whatsapp a Diego para decirle que ya estaba del otro lado. Desde el momento en que salí de casa de Diego hasta que Gonzalo me recogió, pasaron dos horas y media. Pero para mí es como si hubieran sido seis.

Gonzalo me llevó en su coche hasta su casa, un chaletito de una planta con jardín en una zona en la que hay miles iguales. El condado de San Diego agrupa a 17 ciudades, con un total de 3,7 millones de habitantes. Gonzalo es colombiano pero vino a estudiar Económicas a los USA en los años 70 y ya se quedó. Su mujer Judy es norteamericana de origen murciano. Gonzalo está a punto de cumplir 78 años y su mujer es mucho mayor. Y viven en una situación económica holgada, dedicados a su mayor pasión: viajar. Acababan de venir precisamente de España, donde les gusta mucho ir. Judy había preparado un ajiaco, guiso colombiano de pollo y verduras bastante adecuado para que yo fuera recuperando la normalidad digestiva. Aquí una foto de la pareja en su jardín durante la comida.

Después de una siesta, nos montamos todos en el coche para acercarnos a la playa de Coronado a pasear a los perritos que tiene esta pareja. Son dos perritas que se llaman Debby y Tina y en realidad son del hijo de la pareja, Alberto, que es músico y les deja las perras cada vez que se va de gira. En Coronado hay una playa bastante larga, con un sector acotado para soltar a los perros, que estaba lleno. Al final del sector de los perros empieza la zona prohibida, la base naval de San Diego, donde está estacionada la Sexta Flota, una armada descomunal. Pedí hacerme cargo de los perros y abajo tiene la foto que me hicieron. 

Tras el paseo, recalamos en un café francés que se llama Tartine en donde admiten perros. Nos tomamos unos tés con unos bollitos y nos fuimos a casa. Gonzalo y Judy tienen una casa amplia y cómoda, y me han dejado un cuarto muy grande, donde dormí como un cura. El segundo día ya se lo he contado al principio de este post y el tercero no fue muy distinto. Gonzalo me llevó en coche a ver distintos pueblos del condado con bonitas vistas panorámicas, pero no a los barrios centrales de San Diego, el Gaslamp y el Downtown, que es lo que me hubiera gustado a mí. Pero yo he aparecido por aquí en la rutina de una pareja mayor y debo adaptarme a lo que ellos quieran hacer. Y no parece que los magníficos barrios centrales de la ciudad de San Diego les interesen demasiado. A efectos del blog no es nada muy espectacular, pero hoy vuelo a San Francisco y espero que el tema mejore.

Me queda contarles cómo se conocieron Gonzalo y Diego. La cosa fue en el contexto de una iniciativa imposible: el proyecto de crear una región metropolitana Tijuana-San Diego. Esto es como pretender mezclar el aceite y el agua. Diego era entonces un alto cargo técnico del Ayuntamiento de Tijuana y Gonzalo siempre es una persona inquieta que durante años fue el director del Festival de Cine de San Diego. La iniciativa fracasó, como no podía ser de otra manera, pero ellos dos se hicieron amigos transfronterizos. Una amistad que pende de un hilo, pero que quizá sea una de las últimas que le quedan a Diego, junto con la mía. Hoy Gonzalo me llevará al aeropuerto para coger un vuelo a San Francisco y espero tener de nuevo otras cosas que contar. Para terminar, les voy a mostrar unas cuantas imágenes de mi estancia en San Diego. Sean buenos.


Arriba la fachada de uno de los museos integrados en el parque Balboa, el parque urbano más grande de los Estados Unidos, que reproduce la puerta del Hostal de los Reyes Católicos de Santiago. Abajo una imitación de la Giralda de Sevilla.


Aquí dos imágenes del gran cementerio militar contiguo a la base naval, no tan grande como el de Arlington, pero bastante impresionante también.



Dos fotos tomadas en Ocean Beach, el último reducto hippy.



La casa tipo del barrio donde vive Gonzalo en Chulavista.


Por último, mi selfie con Gonzalo para la posteridad. Nos vemos en Frisco. Bye Bye.















2 comentarios:

  1. Bueno, bueno ... cómo ha cambiado la cosa... Se te nota más contentillo y animado. Menos mal, porque en el último post se respiraba un malestar... Me imagino que ahora que estás donde tú quieres y te sientes cómodo, irá todo bien. Besos.

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  2. Madre mía lo que tiene que abultar la frontera esa que has pasado mas que Eric Gale jajaja

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